viernes, 8 de abril de 2011

XLVI. Sin prisioneros

Hubo un tiempo en el cual los niños madrugábamos los fines de semana y, con un vaso de leche fría con Cola Cao, nos atrincherábamos en el sofá para ver lucha libre. Pressing cacth o World Wrestling Federation como por aquél entonces se llamaba. Mañanas enteras enganchados a Hulk Hogan y su mítica entrada arrancándose la camiseta amarilla, las caricias del Cariñoso, la serpiente de Snake el serpiente, la cara pintada de Último Guerrero, el sobrepeso de Terremoto Earthquake, el dúo Los Rockeros o los locos Sacamantecas, sin olvidar a otras leyendas como Jimmy Estaca Dugga y su garrote de madera, o un hombre de nombre curioso: Malas Noticias Brown, la grandeza de Andrée el gigante o el mal rollo del Enterrador. El can de British Bulldog o Poli Loco, un tipo con muy malas pulgas…, Mr. Perfecto, Macho Man, El hombre del millón de dólares… eran años dorados. Años en los que los niños a la hora del patio, imitábamos a nuestros héroes con esmero. Bastaba con pasear un rato por el colegio y escuchar: ¡Piquetes de ojos!, ¡patada voladora!, ¡sillita eléctrica! O el grande, muy grande e insuperable: Baile de San Vito. Con dos cojones.  A Hulk Hogan le entraba un chungazo y se volvía invencible por momentos. Repartía ostias como panes y miraba desafiante a su enemigo ante el júbilo del público.  Y así estábamos, en medio de nuestro baile de San Vito rebanando cabezas a los zombies. ¡Zas!, ¡ras!, ¡chas!

Carla seguía corriendo con antorcha en mano, abriendo un pasillo entre los zombies que poco tardaba en cerrarse y que nosotros debíamos volver a abrir para no perder su estela. No era una tarea fácil.
-¡A tu izquierda!- grité. Frings tiró a un monstruo al suelo de una patada, dio un paso atrás y descargó el garrote sobre tres zombies que se habían acercado con lentitud. Fue un swing perfecto. Un Homerun. Los cuellos de los infelices se quebraron proyectando grandes fuentes de sangre. Las cabezas pendían de carne putrefacta sobre las espaldas. Momentos más tarde caían al suelo con espasmos. Salté por encima de ellos y seguí corriendo. Volkov, a mi derecha, portaba dos bates de béisbol y en el pantalón se le marcaba la pistola pero era un tipejo duro y las dos maderas le bastaban. Esquivé por los pelos el ataque de uno de aquellos bichos y me topé de morros con dos más. Los miré a la cara con asco pero reconocí que aquellos tipos los había visto antes, en el barco.
-¡No les mires, sólo quítatelos de encima!- gritaba Andrés- ¡No son personas!
Los quejidos de los bichos me pusieron la piel de gallina cuando ambos se abalanzaron sobre mí. Con un acto reflejo incrusté una madera astillada en el pecho de uno de los zombies y retrocedí sin armas.
-¡Cuidado!- Andrés me empujó a un lado y atizó al infeliz con una sartén. La mandíbula salió volando y el tipo fue a parar al suelo-.  Ten, úsala bien y no la pierdas, capuyo. Sin armas eres presa fácil-. El grandullón me dio la sartén, caminó hasta el zombie atravesado por la madera y se la arrancó de cuajo. Los chasquidos dieron paso a un río de sangre.
-Estoy bien, gracias- ironicé al tiempo que me ponía en pie. Iñaki me golpeó en el hombro y pasó de largo.
-No te quedes allí parado… o serás el último.
Miré unos segundos la sartén ensangrentada. Nunca me imaginé que mi vida dependiera de ella. Escuché unos gruñidos y sin pensármelo dos veces giré sobre mi mismo y ataqué a los cuatro bichos que tenía en frente. Sendos sartenazos y todos al suelo.
-¡Estamos perdiendo a Carla, tío. Corre coño!- berreó Andrés.
La muchedumbre comenzaba a cerrarse de nuevo sobre nosotros, apenas podía ver a Carla, Van Dijke y los hermanos. Aquello me hizo pensar una cosa.
-¿¡Manuel!?- grité- ¿Manuel?-
-¡Aquí!- escuché una voz cansada y lejana- ¡Aquí!- Vi a un hombre zarandeando un brazo al aire antes de partir el cráneo a un infeliz-. ¡Socorro!
Corrí hacia él, empujando y esquivando a los zombies que tenía por delante hasta llegar a un cerco sobre el hombre mayor. Más decidido que nunca agarré bien fuerte el mango de la sartén y comencé a abrirme paso hacía el hombre.  Manos frías me tocaban los brazos ensangrentados hasta los codos, pegaba patadas a todos los bichos que estaban demasiado cerca y aplastaba cabezas a otros tantos hasta llegar a Manuel.
-Venga Manuel, vámonos- tendí la mano al hombre- rápido.
-¡No… No puedo!- gritó angustiado.
-¡Por tu madre, sal de aquí, vamos!- grité, rematando a otro bicho en el suelo-. No tenemos tiempo.
Manuel empotró el palo contra la sien de un zombie, una erupción de sangre salió de la cabeza del bicho. Manuel se limpió la cara y miró al suelo. A sus pies yacía su esposa sin vida.
-¡No os la comeréis hijos de la gran puta!