domingo, 14 de noviembre de 2010

XXXVIII. Estamos secos

Somos animales. Descendemos del mono y a veces, por equivocación o supuesto estudio profesional, se dice que somos inteligentes. Yo, personalmente, cada día lo pongo más en duda. En serio, hay cada ejemplar suelto por las calles que piensas que bien podían ser el eslabón perdido. Por no hablar de los políticos, a estos hay que darles de comer aparte. Pertenecen a una clase especial, un subgénero llamado Homo Politukus, fáciles de distinguir por sus enormes cráneos pero de pequeños cerebros y con una gran capacidad de decir mentiras una tras otra, pero prefiero no andarme por los cierros de Úbeda. Como iba diciendo: somos animales y como tal, nos regimos por instintos a pesar de que muchos lo nieguen. Y en situaciones extremas, el ser humano sólo responde a un puñado de impulsos en el cual uno está por encima de todos: Supervivencia.

Al muy cretino no le dio tiempo a decir esta boca es mía cuando Andrés descargó una violenta patada sobre el brazo. Zas. El hueso del tipo que estaba al otro lado de la puerta chasqueó seguido por una erupción de sangre. El cubito, con carne putrefacta adherida, se había abierto paso hasta la luz del móvil de Van Dijke. Un riachuelo de sangre estaba poniendo a perder la alfombra color caqui que había en el suelo.
-¡Suéltame hijo de la gran puta!- berreó Andrés, zarandeando la camiseta, en un inútil esfuerzo por zafarse del enemigo-. ¡Te arrancaré el brazo aunque sea lo último que haga!
Yo estaba inmóvil, mis músculos no se movían y seguía sin poder apartar la mirada del brazo mutilado. Aquél cabronazo ni tan siquiera se quejó cuando se lo destrozaron. Era como si no sintiera nada. Por el amor de dios, un hueso le sobresalía del brazo casi a la altura del codo, eso duele aunque estés colocado hasta las trancas, no me jodas. Escuché unos pasos apresurados tras de mí. Un golpe seco y Bastian blasfemando en alemán, por momentos me recordó a los meeting de Hitler. Luego oí un abrir y cerrar de cajones para de nuevo escuchar unos pasos y ver refulgir bajo la haz de luz un enorme filo afilado.
-Apunta bien, cabronazo- repetía una y otra vez Andrés-. Por Dios, enfocarle bien.
El cuchillo de carnicero dejó una fulgurante estela tras de si antes de producir un sonido siseado y limpio salpicando de sangre la puerta de la casa. Andrés cayó al suelo con el brazo inerte colgando de la camiseta ante la mirada de asco de los presentes. Rápidamente me tapé la nariz con la mano en un triste intento por no oler aquél hedor y vomitar lo poco que podíamos comer durante estos días.
-Joder, tío- dijo Andrés con un gran alivio- Muchas gracias. Casi me meo encima, te lo juro.
Bastian clavó el cuchillo en la pared y ayudó a Andrés a levantarse del suelo.
-Gracias- repitió el grandullón. El germano asintió limpiándose la cara con el reverso de la mano.
Los cristales de la puerta volvieron a crujir tras el ímpetu de aquellas cosas.
-Tenemos que apuntalar esa puerta- dijo Carla sin mucha convicción.
-Y tapiar las ventanas- dijo Andrés, cogiendo algo de aire. Segundos más tarde se quitó la camiseta ante los vítores de las damas presentes. El tipo negó con la cabeza repetidas veces con una media sonrisa-. Hay que buscar un armario grande y tapar la puerta.
-¿Te sirve un sofá?- preguntó Manuel.
-Si es grande, cualquier cosa sirve.

La casa estaba amueblada con lo mínimo. Una mesa con cuatro sillas en el comedor, varias estanterías plagadas de libros de investigación y unos tantos de novelas históricas al lado de una tele colgada en la pared. Tres ventanas alrededor añadirían una gran cantidad de luz en los días soleados. La cocina era pequeña, con sólo dos fogones, una mesa de mármol incrustada en la pared apoyada por un único soporte, una nevera, un microondas y tres o cuatro armarios. En una diminuta sala contigua estaba el fregadero repleto de platos y una lavadora a medio preparar. La última estancia de la primera planta era un lavabo completo.
Van Dijke, que iba a la cabeza del grupo con su luz, se detuvo en las escaleras de madera que conectaban con la segunda planta.
-¿Subimos?
-Traer el puto sofá de una vez- gritó Andrés, desde la otra punta de la casa.
Raudos y veloces volvimos al comedor y empujamos el sofá con intenso chirridos.
-¡No hacer tanto ruido, idiotas!
-Pues cállate de una vez- replicó Manuel.
Giramos el sofá para poder meterlo en el recibidor.
-¿Suficiente grande?
-Eso espero- Andrés se apartó de la puerta y empotró el sofá contra está-. Esto los tendrá entretenidos un rato- Y tiró encima la camiseta con el brazo seccionado.
-¿Y ahora?- pregunté. Todo aquello me resultaba tan familiar, tan cinematográfico que la respuesta del grandullón me asustaba.
-Joao.
-¿Joao? Está enfermo- reproché con desden.
-No, le han mordido y pronto será como ellos. Si es que ya no lo es.
-¿Cómo ellos? Por Dios, quítate esa jodida idea de la cabeza. Los Zombies no existen. Estás enfermo.
Andrés se masajeó las sienes con una sola mano al tiempo que resoplaba exhausto.
-Míranos por un momento- Andrés alzó el tono de voz- Estamos tiritando, muchos de nosotros estamos con un catarro de narices y allí afuera, por sino lo sabes, nos quieren matar. Por el amor de Dios, le hemos amputado el brazo a ese mal nacido y sólo ha soltado un miserable quejido asqueroso. Mira como andan, como corren, como huelen. Están podridos. Son cuerpos rígidos con instintos primarios.
-¿Y dices que Joao es uno de ellos?- preguntó Julia abrazada por Manuel, intentando mantener un poco de calor entre ellos.
-Cojamos unas mantas, busquemos ropa seca y os cuento- Andrés dio un último vistazo a la puerta antes de desaparecer en la oscuridad del pasillo.