lunes, 28 de junio de 2010

XXIII. La búsqueda

Yo ya tenía planeado ir a buscar a mis compañeros a primera hora de la mañana. Mi intención nunca fue la de acatar las ordenes de Wingman, pues mi confianza en él era nula.
Cogí un par de gasas del botiquín improvisado por el grupo, unas pinzas de las cejas, agua del mar y mercromina. No era mucho, pero de algún aprieto nos podía sacar. También metí el teléfono móvil. Con suerte, muchísima suerte, encontraría cobertura en Dios sabe dónde. Luego, me incorporé al grupo.
-No somos muchos- opiné.
-Veinticinco, no llega. - respondió Andrés, haciendo un barrido con la mirada-. Será suficiente.
-Sí, esto no tiene pinta de ser demasiado grande- puntualizó Iñaki.
-¿A qué esperamos, pues?- sin esperar a una respuesta, me encaminé al bosque. Recogí una rama gruesa del suelo y, a modo de bastón, empecé mi propia búsqueda.
-¡Señor García!- gritó el pesado de Wingman-. Señor Gracía, aun no partimos.
-Si seguimos esperando, se nos hará de noche- le respondí a desganas.
-Vuelva a aquí. Debemos hacer dos grupos para patrullar las zonas próximas de la isla de lo contrario tardaremos días, quizá semanas.
-¿Y qué propone?- pregunté, volviendo al grupo con parsimonia.
-Peinaremos durante todo el día las zonas cercanas. No nos adentraremos en exceso. Nada de cruzar los bosques, junglas o como queráis llamarlos. Si encontráis a los supervivientes o estáis en peligro, disparar una bengala roja al aire, pero sólo una. No conviene malgastarlas.
-¿Punto de encuentro?
-Aquí, al anochecer.
-¿Qué hay de los grupos?- pregunté.
-Ya somos mayorcitos, que cada uno elija que zona de la isla quiere investigar.
No quise escuchar más a aquel tipo y me dirigí, de nuevo, al bosque que escondía el acantilado. Los únicos españoles que iban conmigo eran Iñaki, Andrés y Carla. Kaji y su padre se quedaron en el campamento junto al resto de supervivientes. Frings, un tipo alemán que bien parecía ser el ario perfecto, me acompañaba junto a su hermano Bastian. Cole y Ashley, una pareja británica, Joao, un diseñador portugués y Van Dijke, una muchacha holandesa, cerraban el grupo B, como habíamos sido bautizados.
-Fijaos bien por donde pasamos, chicos- solicité-. Pues luego tendremos que saber volver.
-Si quieres, dejamos migas de pan- ironizó Joao.
-¿Crees que encontraremos a Manuel?- me preguntó Iñaki, obviando la respuesta del luso-. A estas horas puede estar en cualquier parte.
-Lo sé- me agaché para esquivar unas ramas pobladas-. Pero hay que encontrar a todos los que podamos. Contra más seamos, más fácil será la estancia en la isla.
Iñaki asintió pensativo.
-Oye Carla, ¿viste el bote en el que iba Julia?- pregunté.
-¿La mujer de Manuel? Creo que desapareció tras el acantilado. Pero no estoy segura.
-Bueno, por lo menos alguien la ha visto- participó Andrés.

Me aticé el cuello en un intento inútil por dar caza a un mosquito. El calor dentro de la jungla era sofocante. Respirabas un aire limpio pero caliente, pesado. Y no decir del constante cantar intermitente de los pájaros. Al principio le daba su pincelada de exotismo a la situación pero luego se volvía cansino. Caminamos con lentitud, sin apartar la mirada del suelo accidentado. Cosa que hizo llevarme más de un coscorrón con las ramas de los árboles.
-Silencio- dijo Bastian-. Callad un momento-. Su inglés no era muy bueno, pero era mejor que mi alemán.
-¿Qué pasa?-me susurró Andrés.
Me encogí de hombros.
-Escuchad- el germano se llevó la mano tras la oreja.
Afiné el oído durante unos segundos pero no me enteré de nada. Sólo oía los sonidos de la jungla.
-¿Agua?-preguntó Carla.
-Sí- confirmó Frings, el hermano de Bastian.
-Encontremos de dónde viene el ruido y sigamos el curso del agua para ir al acantilado- comentó Cole.

A cada paso que dábamos, el rumor del agua era más intenso. Sonaba como una cascada.
-Nos estamos acercando- dijo Bastian, que iba en cabeza junto a su hermano y los británicos.
-¿Hay alguna posibilidad de que sea agua dulce?-preguntó Iñaki-. Tengo la lengua seca.
-Toma, coge una- Carla le lanzó una botella pequeña de agua mineral.
-Muchas gracias, guapa.
-Pero compártela, ¿eh?
Iñaki asintió con la cabeza al tiempo que abría la botella.

Seguimos caminando alrededor de una hora cuando el bosque llegó a su fin para dejar paso a unas enormes rocas con enredaderas y lianas colgantes de los árboles más próximos. Las rocas, casi negras, eran tan altas como un edificio de cuatro plantas. En los resquicios que había entre ellas se filtraban hilos de agua que convergían en una cascada. El salto de agua era el inicio de un río grande pero poco profundo.
-¡Por fin!- gritó Bastian, que no dudó en lanzarse al agua para refrescarse.
Me acerqué al río. El agua estaba helada pero era una bendición para el cuerpo. Estaba sudando como un cerdo. Sin ningún tipo de pavor me quité la camiseta gris y la zambullí en el agua.
-¡Esta buena!- dijo Iñaki-. ¡Se puede beber!-. El tipo, más contento que unas castañuelas, llenó la botella de agua.
Carla, Van Dijke y Ashley se mojaron la larga cabellera al tiempo que Cole y Andrés se refrescaban la nuca.
-¿Continuamos?-preguntó Bastian.

No habíamos avanzado ni dos metros cuando Bastian se quedó clavado, inmovilizado.
-¿Qué pasa?-le pregunté, agarrándole por el hombro.
-¿Has…has visto eso?- el tipo tenía los ojos abiertos de par en par. Su voz no fue más que un fino hilo brotando sus labios con extrema lentitud.
Levanté la vista y entonces comprendí la mirada de Bastian.

sábado, 26 de junio de 2010

XXII. El despertar

Creí que dormir en el avión con destino a Vancouver fue más que nefasto, pero comparado con el bote, aquello fue un lujazo.
Salí de la embarcación con un dolor de espalda más que interesante. El sol de la mañana me dio el primer “Buenos días” del día con una amable ceguera temporal que casi me cuesta un descalabre al bajar del bote.
Me desperecé con tantas ganas que los huesos de la espalda crujieron rítmicamente. Fue una agradable sensación. El problema vino con el intenso bostezo que me abrió de nuevo el corte en el labio.
-Oh, mierda- dije. Palpé el hilo de sangre con los dedos y fui directo a la orilla de la playa. La mar estaba sosegada, casi sin olas. Me limpié la cara y de paso, el corte del labio. Y por supuesto, aquello escocía con mala gana.
-Buenos días, compañero.
Giré el cuello. Era Andrés. Sin camiseta y a ojo de cubero, pude comprobar que uno de sus pectorales podía ser tan grande como mi cabeza. Era una mole.
-Buenos días- respondí entre bostezo y bostezo.
-Vaya show tuvimos anoche con el capitán, ¿eh?- dijo entre risas.
-Calla, no me lo recuerdes.
-Pues siento decirlo, pero viene por allí.
Giré sobre mis talones para ver un hombre solitario caminado descalzo a lo largo de la media luna de playa que se perdía tras la jungla.
-¿Qué querrá ahora ese cenutrio?- comenté con amargura.
-Ni lo sé, ni me importa- Andrés me cogió del hombro-. Yo me voy a hacer un poco de footing-. El tipo arrancó a correr playa arriba.
Anduve varios metros hasta llegar al campamento base que no era más que el bote y los restos de hogueras de la noche anterior. Si no fuera tan cutre, podíamos decir que estábamos en mitad de uno de esos programas basuras dónde dejan a un puñado de personas tiradas en una isla y nosotros, desde casa, casi en plan Voyeur, miramos como se la ven y se las desean para conseguir un poco de comida decente. A nosotros nadie nos miraba, y mucho menos nos votaba con estúpidos mensajes de teléfono móvil para echar a alguien de la isla. El móvil.
Rebusqué en mi mochila al pequeño multifunciones. Aun tenía batería.
-Fantástico- dije, a punto de dar saltos de alegría. Abrí la tapa del teléfono y se me cayó el alma a los pies-. Qué sorpresa…no hay cobertura-. Suspiré con aire de resignación. La tentación de patear el móvil fue más que generosa.
-Señor García, señor García.
Éramos pocos y parió la abuela. Fantástico, el capitán del crucero, o lo que quedara de él, venía a tocarme la moral. Y a primera hora de la mañana. Miré el teléfono por última vez: Demasiado temprano como para estar despierto.
-Buenos días, señor García- repitió. El hombre no era mucho más alto que yo, cerca de un metro setenta, y aquella gran sonrisa que esgrimía me puso de los nervios-. Aun no ha vuelto el grupo de reconocimiento-. Me hizo gracia ver que el hombre portaba la misma ropa de capitán que debió vestir a lo largo del viaje. Un traje de galán, ahora manchado, blanco con ribetes azules y algunas supuestas condecoraciones.
-¿Quién?
-Los tres grupos que salieron anoche, aun no han vuelto.
En cierto modo, aquello no me sorprendió. Cualquiera con dos dedos de frente no se adentra en un bosque desconocido en plena noche. Y no hablemos de las linternas, un bien preciado por su escasez.
-¿Y bien?- pregunté con falsa indiferencia- Usted está al mando, ¿no?
El tipo gruñó.
-¿Cuántas veces tengo que pedir perdón por lo ocurrido?- el hombre se quitó el gorro dejando a la vista una calva brillante-. ¿Cuántas?
Me encogí de hombros.
-Da igual- dijo con voz queda-. En cuanto a los desaparecidos, saldremos a buscarlos en breve. Como enlace que eres, vengo a informarte que en una hora se presenten allí todos los voluntarios para iniciar la búsqueda. Corra la voz-. El tipo señaló una palmera inclinada hacia delante por culpa del viento. Era la primera que había en la orilla, por eso era fácil reconocerla.
-En una hora, allí. Perfecto- respondí.

XXI. La noche del capitán

De los supuestos dos mil pasajeros que había en el crucero, cerca de cuatrocientos desembarcaron con nosotros. Unos cien partieron en busca de los botes que habían desaparecido tras el acantilado. El resto cenábamos reunidos alrededor de pequeñas hogueras agrupados por nacionalidades. Casi parecía más un mundial de futbol que un grupo de supervivientes.
-¿Nadie tendrá unas patata fritas, no?- pregunté. Acerqué el palo con el cacho de carne pendiendo al fuego y esperé con paciencia a que aquello cogiera color.
-Sólo hay un trozo por cabeza- dijo Andrés-. Así que saboréalo bien. Con o sin patatas, va a ser nuestra única cena.
-Así es caballeros- un marcado acento inglés interrumpió mi ataque sobre el fiambre.
El hombre subió a uno de los botes con la ayuda de un compañero que aguantaba una antorcha casera.
-Escuchadme bien, damas y caballeros- el tipo subió la voz para llamar nuestra atención. No me hizo falta ver nada más para averiguar cuan estirado era aquél cretino. Su mirada, por encima del hombro, me sacaba de mis casillas, y aquella pose, tan heroica sacando pecho y metiendo barriga me dio ganas de quemarle los huevos para encogerlo de golpe. Sólo le faltaba un sombrero de copa y un bastón debajo del brazo para ser un completo Sir Inglés forrado de dinero. Para mi sólo era un completo gilipollas-. Me presento, soy Richard Wingman, el capitán del crucero Rhapsody of the seas-. En aquél momento un murmullo de desaprobación invadió las hogueras-. Sé que no va a ser fácil volver a ganar vuestra confianza pero como capitán que soy, debo tomar las riendas de la situación y mantenernos a salvo hasta que vengan a rescatarnos-. Abucheamos a aquél engreído de nariz picuda y espeso bigote punzante-. No tenemos tiempo que perder, y una parte de mi tripulación ya se ha puesto manos a la obra para crear una hoguera tan grande que se vea desde cualquier parte del mundo-. Porque teníamos mucha hambre y poca comida, sino el hombre se lleva un baño de lomo, y no precisamente fríos-. Pero antes de todo, y para poder comunicarnos entre todos, cada grupo tendrá a una persona llamada Enlace. El enlace deberá dominar varios idiomas y ser capaz de comunicarse con el resto de grupos.
-Usted hundió su querido crucero- interrumpió Andrés, poniéndose en pie-. ¿Por qué debemos fiarnos, otra vez, de usted? Por su culpa estamos en esta situación-. Tan pronto como acabó la conversación Iñaki aplaudió su compañero de cena, al igual que Zaida y Carla, que no dudaron en criticar a Wingman.
-Escúchenme, por favor- dijo el capitán-. De verdad que lo siento, pero la marea nos llevó a una zona rocosa, me resultó imposible cambiar el rumbo y.
-Y por eso nos engañó, ¿no?- berreó un tipo grande, de voluminosa barriga y calvo-. ¡A la hoguera con él!
-No estamos en la inquisición- dijo Wingman entre risas-. Mañana partiremos en busca del resto de botes y en un par de días estaremos de vuelta a casa.
-¿Cómo?- pregunté. Degusté el último trozo de carne con toda la pasividad del mundo, sin ningún tipo de prisa.
-Envié señales de auxilió desde el crucero antes de abandonarlo. Vendrán a buscarnos. Sólo debemos quedarnos aquí y marcar nuestra posición con cortinas de humo. Francamente, no podemos hacer otra cosa.

Miré el manto de estrellas. La luna menguante estaba teñida de rojo y se perdió entre las nubes. Apagué el fuego con una lluvia de arena al tiempo que oía el sermón de Wingman en otros idiomas. Él debería ser el enlace de todos los grupos y no nosotros.

Eché un vistazo al supuesto punto de encuentro delante de las palmeras, no había rastro de Volkók, de Manuel ni del resto de grupos. Suspiré resignado. Volví al bote, esta vez en tierra firme, e intenté dormir entre los ronquidos del resto de supervivientes.

miércoles, 23 de junio de 2010

XX. Campamento improvisado

-Un poco más- rugió Andrés, que nos arengaba desde la parte trasera del bote-.¡A la de tres!
Empujé con todas mis fuerzas, que no eran muchas, y los pies se me hundieron en la arena.
-¡Vamos!- volvió a gritar Andrés.
Contra más fuerza hacía más me hundía en la orilla. El agua ya me llegaba por las rodillas y el bote seguía en el mismo sitio.
-¡Empujad!
El navío, empujado por una veintena de personas, comenzó a deslizarse con lentitud pero sin pausa.
-¡Esto marcha, chicos!- grité.
Arrastramos la embarcación hasta la arena de la playa, no muy lejos de la orilla, y la atrancamos con piedras.
Destrozado, me senté en la arena y pegué la espalda al bote en un intento de recuperar el aliento. Manuel hizo lo propio.
-Tienes mala cara- le dije entre jadeos.
-No soy el único-me dijo entre risas-. Ya no estamos para estos trotes.
-Eso parece- cogí el inhalador del bolsillo y me apliqué una dosis. Con algo de suerte el chute me abriría los bronquios.
-¿Asmático?
-Desde pequeño.
-Mi hija también, pero toma otra cosa.
-¿Vino en el crucero? Tengo otro inhalador por si lo necesita.
-Está con su madre, en otro bote.
-Eh, abuelos- interrumpió Iñaki-. Hay que montar el campamento, está oscureciendo.
Me levanté con desganas y ayudé a Manuel a incorporarse. A mi, personalmente, me dolían hasta los parpados. Caminamos hasta la boca del bosque. Aun no habíamos empezado a recolectar la leña para el fuego cuando nos dimos cuenta de que había cerca de un centenar de personas agrupadas en tres grupos. Hablaban entre ellos y miraban sus relojes.
-¿Qué hacen esos?- preguntó Manuel.
-Creo que conozco a un tipo, quédate aquí mientras yo voy a preguntar.
Reconocí a mi vecino ruso del camarote.
-¿Qué pasa?- pregunté a Volkóv.
-Quieren ir a buscar los otros botes que han pasado por detrás del acantilado.
-¿Ahora? Ya es de noche.
-Por eso mismo- respondió el tipo al tiempo que alzaba los brazos con las palmas de las manos hacia arriba-. Nos hemos dividido en tres grupos y cada uno rastreará una zona de la isla. Ahora estamos en el punto de encuentro.
-Es una locura, no sabes que hay allí dentro, o cuan grande es la isla.
-Es sólo un bosque, volveremos en un par de horas- y acto seguido, Volkóv se reunió de nuevo con su grupo.
Volví cabizbajo para informar a Manuel.
-¿Se van?
-Quieren encontrar los otros botes.
-¿En serio?- el hombre me dio la leña que había recogido-. Me voy con ellos.
-Es peligroso, ya iremos a buscarlos mañana por la mañana.
-Se trata de mi mujer y mi hija, Luís. No puedo quedarme de brazos cruzados-. Manuel me miró por última vez antes de partir-. No espero que lo entiendas.
-Perfecto- susurré a la vez que chutaba una piedra con ira. Irritado por el comentario, decidí volver al campamento improvisado con la leña a cuestas. Aquél comentario fue un gancho directo a mi mandíbula.

lunes, 21 de junio de 2010

XIX. La vista en el horizonte

Cuando era pequeño siempre cruzaba el pasillo de casa de mis padres a toda prisa. Encendía la luz y corría como un desesperado hasta llegar a la otra punta donde estaba el lavabo. Siempre volvía la vista atrás y por suerte, nunca había nada.
Ahora no estaba en casa de mis padres, y tampoco en un pasillo. La mar estaba brava, el viento soplaba a favor y cuando miraba atrás veía la aleta de un jodido tiburón blanco husmeando su cena.

Lo que antes era un simple punto en el horizonte ahora era una formación rocosa repleta de vegetación. Miré atrás en busca del tiburón pero no encontré rastro alguno. Era extraño, el escualo había desaparecido por arte de magia a pocos metros de la isla. Quizá ya no estemos en aguas profundas.
-¡No somos su cena!- gritó Manuel lleno de euforia-. ¡No lo somos!-. Encendió otro cigarrillo y le dio uno a Iñaki, que ya había cogido la pistola de bengalas lista para abrir fuego contra el gran blanco.
-Mirad allí- señalé la isla que crecía ante nuestros ojos.
-¡Te dije que era una isla!- me recriminó orgulloso-. ¡Es nuestra salvación!
-¡Chicos, estamos salvados!- dijo dentro del bote. Era un mensaje perfecto para los que entendían el castellano pero no para el resto.
Se escucharon gritos de júbilo y aplausos dentro del bote. Luego alguien lo dijo en francés, ingles, italiano y no sé cuantos idiomas más. La explosión de alegría fue inmensa.
El bote siguió navegando hasta postrarse a los pies de la isla de arena blanca. El agua cristalina era pura y limpia. Las formaciones rocosas se veían a la perfección adornadas con algas y peces de todos los colores surcando la orilla.
-¡Al agua patos!- Iñaki no había perdido el tiempo y, con mochila en mano, se tiró al agua. No le llegaba más arriba de las rodillas y a por la expresión de su cara debía estar helada.
El bote se vació en cuestión de minutos. Una cadena humana desde la embarcación hasta la playa descargaba los víveres, suministros de agua y material sanitario.
Antes de saltar al agua busqué al resto de botes. El tiburón y la marea nos habían diseminado alrededor de la isla. Pude ver tres navíos desembarcado junto al nuestro y dos o tres más habían desaparecido tras un enorme acantilado repleto de frondosos árboles. Al ver eso me dí cuenta que aun no había mirado la isla.
No parecía ser gran cosa, por lo menos no comparado con Hawai, pero tenía pinta de tener todo tipo de terrenos. La extensa playa se perdía en medio de una selva poblada de rocas y altos hierbajos. Tras ellos se levantaba con lentitud lo que parecía ser una meseta. A la derecha, la playa moría con el enorme acantilado, y a mano izquierda, la orilla hacía una medía luna para perderse de vista tras un bosque.
Sin más preámbulos salté al agua y corrí hasta la arena. Me dejé caer al llegar a ella.
Después de un duro día pisaba tierra firme.

domingo, 20 de junio de 2010

XVIII. El viejo marinero

Aun no daba crédito a lo que veían mis ojos. Del agua emergía una aleta sobre una enorme sombra amenazadora, de aquellas con mala presencia que hace que te preguntes por qué no podías estar en otro lugar. El escualo se dirigía veloz a por un bote salvavidas ante los gritos desesperados de los navegantes. Era una escena cojonuda para cualquier película de tiburones.
Aun no me había dado tiempo a reaccionar que el escualo embistió la embarcación haciendo que se tambaleara. Por suerte, nadie cayó al agua. La aleta se zambulló por completo y perdí su rastro.
-¿Has visto eso?- preguntó Manuel, que casi se quema con la colilla del cigarro.
-¡Es enorme!- grité, abriendo los brazos al máximo-. ¿Cómo quieres qué no lo vea?
Los gritos alarmaron a la tripulación del bote y unos cuantos salieron a investigar. Iñaki era uno de ellos.
-¿Qué pasa?- preguntó exaltado.
-Hay un tiburón rondando por las aguas.
-¿Qué dices?
Un chico asiático señaló una sombra alargada bajo el agua. Al lado estaba su padre, el vivo retrato de Pat Morita. Calvo, con bigote y perilla completamente cana. Su arrugado rostro describía una enorme sonrisa. Miré al joven sin entender nada.
-Joder, va otra vez hacia ellos- dije a Iñaki, que no apartaba los ojos del mar.
La embarcación tembló por segunda vez ante el incesante griterío de los turistas. Los pocos botes cercanos estrecharon el cerco alrededor de la victima. El joven asiático negó con la cabeza repetidas veces.
-¿Qué pasa?- le dije en inglés, con la esperanza de poder entendernos.
-Están asustando al tiburón- respondió-. Así sólo conseguirán que siga atacando a los botes.
El hombre mayor intervino en la conversación, hablaba en japonés.
-Mi padre dice que estamos en aguas muy frías para este escualo.
-¿Qué quieres decir?
-Los tiburones blancos navegan en aguas cálidas.
-¿Blancos?- rugió Iñaki con los ojos abiertos como platos-. Dime que no es verdad.
-Tienen muy mala fama- continuó el joven-. Pero no son asesinos. Seguramente nos ha confundido con algún elefante marino.
-Un elefante muy grande- ironicé-. Estamos en un jodido bote.
Fue entonces cuando caímos al suelo de la embarcación acompañado de un estruendo. El tiburón nos había placado con todas sus fuerzas.
-Tenemos que seguir navegando- dijo el joven-. Debemos huir.

jueves, 17 de junio de 2010

XVII. En aguas turbulentas

Tras ver por primera vez le película de Tiburón en los cines, ir a la playa nunca volvió a ser lo mismo. Cuando me hacía el muerto y me dejaba llevar por la marea siempre venia a la cabeza aquella gran canción in crescendo que solía ir acompañada de la aleta del escualo surcando la superficie. En aquellos momentos siempre me incorporaba y, asustado, miraba alrededor en busca de la aleta o de cualquier sombra extraña para salir por patas del agua. No finjamos, que más de una vez las piedras nos han jugado malas pasadas.

Abandoné la zona cubierta del bote y me senté en la proa. Tenía muchísima sed, y al ver la ingente cantidad de agua salada, me dieron ganas de darle un buen trago. Miré al cielo encapotado.
-No tiene buena pinta, ¿he?- me dijo Manuel, que estaba fumándose un cigarrillo-. ¿Quieres uno?
Le enseñé el inhalador con una gran sonrisa.
-Entiendo- el tipo entrecerró los ojos cuando el humo entró en ellos-. Lloverá otra vez.
-Viste lo que hizo con el crucero, no quiero saber qué puede pasar con estas embarcaciones.
-El noruego dijo que es imposible que nos hundamos con estos botes. De todas formas, nos hundimos por la panza rajada, no por el oleaje.
El cielo tronó durante unos segundos. Un pequeño aviso.
-Yo ya no doy crédito a esos idiotas. Aun estoy llorando por todo el dinero tirado a la basura.
-No me lo recuerdes que me dan ganas de rebanar unos cuantos pescuezos.
-Díselo a Iñaki, yo se lo comentaré a Volkóv. Haremos un buen equipo.
Soltamos unas carcajadas. Era lo menos que podíamos hacer en aquella situación.
-Cámbiale el turno a cualquiera de los que están durmiendo, necesitamos fuerzas renovadas en caso de lluvia- comenté.
-Me gusta estar aquí, me siento tranquilo. No quiero volver a sentirme presa de lo que hacen unos u otros por mi bienestar. Quiero controlar la situación.
-Como quieras, pero deja de fumar o quemarás la barquichuela.
Eché un vistazo al resto de botes que nos rodeaban. Algunos hacían señales de luz entre ellos, supongo que eran conducidos por los tripulantes del crucero. En total debía haber unas trece o catorce embarcaciones. En otras palabras, casi dos mil personas en alta mar.
El estomago rugió, estaba vacío pues ya lo había vomitado todo, así que protestaba con furia en busca de un poco de energía que llevar al cuerpo.
-Esas raciones son de emergencia. Ni las toques.
Puse ojitos a Manuel pero la cosa sólo funcionó para arrancarle unas buenas risas.
-Vale, pero qué sepas que cuando lleguemos a donde tengamos que llegar devoraremos todo lo que tengamos al alcance.
-Me apunto.

Miré la mar, era extraño, su tonalidad era de un azul virando a verde repleto de espuma. Supongo que el temporal afectaba a los colores. El oleaje zarandeó el bote de cabo a rabo, me aferré a la embarcación con todas las fuerzas que me quedaban. Seguí con los ojos clavados en la espuma cuando una sombra repentina y fugaz como un destello me dejó mal cuerpo. Me pasé la mano por la cara y cerré los ojos con saña. Desde ayer apenas pegaba ojo, sólo horas sueltas, así que podría ser producto de la imaginación sino fuera por el grito de una muchacha del bote de enfrente.

martes, 15 de junio de 2010

XVI. La luz

Apenas clareaba por el horizonte cuando Manuel entró sobresaltado
-¡Tierra firme! ¡Tierra firme!- gritaba una y otra vez. El personal se despertó sin entender muy bien aquellas palabras y, entre bostezo y bostezo, se asomaron por la borda.
Desperté a Iñaki y fuimos corriendo en busca de Manuel.
-¡Mirad allí!
La lluvia había desaparecido y la mar estaba más tranquila que en plena madrugada pero aun así seguía un tanto revuelta. El cielo, rojizo, era perfecto para sacar una foto con aquellas nubes translucidas por donde se filtraban los primeros rayos del sol.
-¿Lo veis?- preguntó Manuel, zarandeándonos-. Allí, a la derecha. ¿Lo veis?
Afinamos la vista, en mitad del basto azul ondeante descubrimos un punto negro minúsculo que rompía el horizonte.
-Eso puede ser cualquier cosa- dijo Iñaki sin darle la menor importancia.
-No, eso es una isla.
Un alemán gritó repetidas veces y señaló el punto negro. Tres hombres más chocaron las manos y cantaban vítores.
-Creo que ellos también opinan que es una isla- observé.
-No me digas…-Manuel se destornilló de risa-. Hay que ir allí, a esa isla.
-¿Y si no es una isla?-pregunté.
-Pues quizá sea un barco, o yo que sé, pero peor que ahora no estaremos.
-En eso, Manuel tiene razón.
-Vayamos, pues- dije abatido-.No hay nada que perder.

Nunca había visto tantos miles de euros hundiéndose en el mar. Joder, medio año de trabajo a la mierda. ¿Y ahora qué? El super crucero estaba siendo tragado por el Océano Pacifico y yo, desgraciado de mí, sólo podía ver como casi seis mil euros de mi bolsillo iban a parar al fondo del mar en cuestión de horas.¡ Y encima en crisis!
Miré por el ultima vez la supuesta isla perdida en el horizonte antes de volver la vista a la flota de botes salvavidas, por momentos pensé que íbamos a desembarcar en Normandía en aquella fatídica mañana del 6 de junio de 1944.

domingo, 13 de junio de 2010

XV. En mitad de la nada

Vomité por segunda vez en menos de diez minutos, creo que es un record digno de mención. Me limpié la boca con el reverso de la mano y miré a Iñaki. No estaba mejor que yo.
-¿Tienes un chicle?- pregunté.
Iñaki negó con la cabeza.
Busqué a algún conocido dentro del bote. Reconocí a Volkóv y Andrés, el tipo cachas a lo Vin Diesel. Estaban demasiado lejos como para llegar allí sin vomitar antes encima de algún compañero así que decidí quedarme donde estaba.
-Mi mujer está en el primer bote que zarpó- dijo un hombre detrás de mí, era Manuel. Su voz sonó muy melancólica.
-No pasará nada, vamos todos en la misma dirección- comentó Iñaki, intentando animar el hombre.
-¿Vosotros habéis venido solos?
Yo me limité a asentir con la cabeza.
-A mi me dejó mi esposa, perdón, mi ex futura esposa, aun me cuesta decirlo-el hombre sacó una foto de la billetera. Era cuestión de segundos que arrancara a llorar-.Esta iba a ser nuestra luna de miel.
-Lo siento, chico.
-Más se perdió en la guerra…-Iñaki guardó la foto con la mano temblorosa. Me gustaría ser como él. Tan optimista.
-Yo fui un gilipollas-dije. Creo que hablar me ayudaba a no pensar en el jodido vaivén tan bruto del bote. El oleaje era perfecto para hacer surf, si tenías ganas de suicidarte, claro.
-No será para tanto.
-Mejor dicho, un cobarde. Hacía medio año que vivíamos juntos. Ocho años de relación deseando tener nuestra intimidad. Cuando lo conseguimos, ella quería tener hijos-. Miré para otro lado en busca de fuerzas. Humedecí los labios y continué-: Sólo tenía veinticinco años, quería hacer muchas cosas antes que tener tantas responsabilidades. Me asusté y tiré por la borda media vida. No he tenido narices de volver a hablar con ella desde entonces.
-De acuerdo, eres un gilipollas- dijo Iñaki entre risas-. No puedes hacer eso, hay muchas formas de solucionarlo.
-Lo sé, pero me vi arrinconado…
-A nosotros no nos tienes que dar ninguna explicación- interrumpió Manuel.
-Es una de esas cosas que borraría para volver hacer, pero tomando el camino correcto.
-¿Cómo con este viaje?- preguntó Iñaki.
-Sí.
-Por cierto, ¿dónde estamos?
-En mitad de la nada- respondió Manuel antes de levantarse y cruzar el bote hasta la parte delantera.

XIV. De perdidos a la mar

Tan rápido como el bote salvavidas tocó agua una luz de la barcaza se encendió automáticamente. Abajo seguían los llantos y gritos de los 150 pasajeros que ocupaban el transporte. Dicha capacidad era la máxima permitida según nos había informado un tal Olav, un noruego de la tripulación. Era el décimo bote que veía zarpar en la negrura de la noche.
-¡Vamos, a prisa!- gritaba Iñaki, ayudando a un hombre mayor a subir al transporte de emergencia.
-¡Completo!- informó Olav a sus superiores.
El bote se hizo a la mar y siguió la estela de sus predecesores.
El viento azotaba con fuerza y el oleaje hacía saltar, literalmente, a cada bote al pasar las crestas de las olas. Suerte que los transportes iban tapados sino los pasajeros estarían esparcidos por el océano pacífico.
-Ahora vosotros- Olav nos empujó hacía el transporte-. El bote tiene raciones de emergencia, agua potable, manuales de socorro y herramientas de señalización. No hay de qué preocuparse.
-¿Cómo qué no?- pregunté irritado. La última vez que escuché eso fue antes de que la panza del jodido crucero se rajara por la mitad-. ¿Dónde vamos?
-Seguid al resto y no os despeguéis del grupo.
-¡Estamos perdidos en mitad del puto mar!- grité, perdiendo los estribos.
-¡Métase en el bote y siga a los demás!
Estaba a punto de tirar por la borda a ese tío cuando Iñaki me cogió del hombro.
-Tranquilo, poniéndote así no arreglaras nada- hizo un gesto con la cabeza hacia el bote.
Suspiré resignado. Miré al tipo de la tripulación por última vez antes de meterme en la lata de sardinas. Esto iba de mal en peor.

sábado, 12 de junio de 2010

XIII. A pique

Las habladurías decían que el crucero había sido desplazado de la ruta por culpa del temporal y que habíamos chocado contra una formación rocosa. Eso daría sentido a la situación y a aquel extraño retortijón que escuché en mi camarote. También significaría el supuesto hundimiento del Rhapsody of the seas.

Aun estábamos en el pasillo cuando escuchamos una sirena. Cojonudo, sino teníamos suficiente miedo ahora estábamos acongojados de mala manera. La sirena volvió a sonar y entonces se emitió un mensaje en diferentes idiomas:
“Aquí el capitán Wingman, se ha activado el plan de evacuación. Repito, se ha activado el plan de evacuación. Recojan los salvavidas de sus respectivas cabinas y preséntense en el punto de reunión de la cubierta número cinco. Repito, cubierta número cinco”
Era demasiado tarde para volver al camarote y recoger el salvavidas con el número de habitación. No había narices a ir contracorriente. Nuestras cabezas sólo pensaban en correr más rápido para llegar a ese punto de reunión.
Subimos las escaleras atropelladamente. Muchos tropezaban y caían los unos sobre los otros antes de llegar al tercer peldaño. Incluso los había que te agarraban del hombro y te tiraban al suelo para pasar por delante de ti. La histeria humana no conocía límites.
Al llegar a la quinta cubierta nos dimos de bruces contra la muchedumbre, bajo la intensa lluvia, aglomerada alrededor de los botes salvavidas que seguían pendidos del crucero.
-¡Las mujeres y los niños primero!- gritaban una y otra vez la tripulación en un intento inútil por poner orden en medio del caos-. ¡Las mujeres y los niños primero!

viernes, 11 de junio de 2010

XII. El retortijón metálico

Golpearon la puerta repetidas veces con brutalidad.
-¡Salid de los camarotes, vamos, salid!
Me cagué en el cabrón que me despertó con la típica broma de que nos vamos a pique. Decidí hacer oídos sordos, me di media vuelta y seguí durmiendo.
En cuestión de minutos se formó un gran alboroto en el pasillo: Gritos, pasos, golpes, llantos. Cansado del follón que había allí fuera decidí salir de la cama.
-¡¿Pero qué narices?!- grité al notar un agua helada en lugar de las zapatillas.
Asustado, encendí la lámpara de la mesita de noche. No me podía creer lo que estaba viendo. Me restregué los ojos con fuerza y los volví abrir. Nada había cambiado. ¡El camarote estaba inundado!
-¡Salid de los camarotes!- repitieron.
Esto no era un jodido simulacro. Me vestí con lo primero que cogí de la maleta y me dirigí a la puerta cuando un movimiento brusco me lanzó contra la pared, el televisor cayó al agua y la lámpara salió despedida. Apoyado en la puerta del baño, me palpé el labio, estaba repleto de sangre. Me lo había roto.
Fue entonces cuando sentí unas vibraciones extrañas, no eran temblores, sino los últimos retazos de un golpe subacuatico. Segundos más tarde escuché un retortijón metálico.
-¡A prisa, salid de los camarotes!- gritaron de nuevo.
Por fin pude abrir la puerta, el agua entró con rapidez en mi compartimento. El pasillo estaba abarrotado de gente corriendo arriba y abajo. Botellas de plástico y maletas flotaban sin rumbo a lo largo de la larga estancia.
-¡Nos hundimos!- gritaban- ¡Nos hundimos!
Los niños lloraban en brazos de sus padres que buscaban con ahínco las escaleras para subir a la cubierta principal, lo más jóvenes salían de sus aposentos cargados con el equipaje y muchos otros seguían recogiendo sus objetos de valor antes de abandonar sus camarotes.
Sin asimilar lo que estaba pasando volví a mi alojamiento y metí en una bolsa mi documentación, una muda y un par de inhaladores. Salí de nuevo al pasillo y lo crucé tan rápido como me lo permitía el agua, que ya llegaba casi por las rodillas, tratando de no chocar con el resto de turistas. Éramos un banco de peces asustados intentando pasar por un embudo.

XI. Rayos y truenos

Al llegar a la terraza entendí aquel grito. Una ola con muy mala fe estaba apunto de abalanzarse contra nosotros. Volkóv estaba agarrado a la barandilla con medio cuerpo dentro de mi balcón.
-¡Sujétese!- gritó en inglés. La botella de vodka se rompió en pedazos al tocar el suelo.
Sin tiempo a reaccionar de otra forma, me abalancé sobre la barandilla, me aferré a ella con todas mis fuerzas. Acurrucado contra la pared, cerré los ojos y rogué que fuese rápido.
El estruendo me asustó de tal forma que cuando brinqué me golpee la cabeza. El zarandeo fue menos duro de lo pensado pero la cascada de agua que nos cayó encima no fue pequeña precisamente.
-¿Estas bien, Volkóv?
-Estoy muerto, tío.
Me levanté y fui hasta el límite de la terraza para ver como estaba el ruso. Tirado en el suelo, el tipo se había clavado varios cristales en la pierna derecha.
-Estoy bien- dijo sin apartar la mirada de los hilos de sangre que brotaban de sus heridas-. Hace falta algo más que unos cristales para dejarme fuera de juego-. Se arrancó uno de los fragmentos sin tan siquiera pestañear. Claro que con el alcohol que llevaba encima no notaría dolor alguno.

Un rayo partió por la mitad la oscuridad de la noche. El navío se iluminó durante unas milésimas de segundo. No pude ver con claridad el estado de la mar, pero sí lo suficiente como para saber que aquella ola no iba a ser la última de la noche.
Salí de la terraza, me vestí y salí del camarote en busca de cualquier miembro de la tripulación. Media cubierta se me había adelantado.
-Que no cunda el pánico- decía un hombre de unos cuarenta años rodeados de viajeros-. Es sólo una tormenta, no hay de qué preocuparse.
-¡Pero si el barco se esta zarandeando!- gritó un joven con albornoz y el cabello lleno de jabón.
-Tranquilícense, hemos topado otras veces con tormentas como esta y sólo duran unas horas.
-¿Nos hundiremos?
-No, claro que no- el hombre, visiblemente irritado llamó a un compañero por radio.
-¿Qué podemos hacer?- preguntó una mujer con su niña en brazos.
-Estar en sus camarotes y no se acerquen a la terraza. Las zonas comunes como el casino o la discoteca quedaran cerradas durante unas horas como medida de seguridad. Serán informados en cuanto el capitán, el señor Wingman, nos confirme el estado de la situación. Pero repito, no hay de qué preocuparse.

Cerré la puerta del camarote, me tumbé en la cama e intenté dormir de una vez por todas. La noche estaba siendo muy larga.

miércoles, 9 de junio de 2010

X. Tengo un mal presentimiento

Los constantes relámpagos me interrumpían cada vez que intentaba conciliar el sueño. Los muy cabrones siempre aparecían cuando estaba a punto de caer frito en la cama. Me levanté asqueado y de mal humor. Arrastrando los pies por el camarote fui al servicio. A medio orinar el crucero se balanceó con fuerza.
-¿Qué narices?- grité. Intentando mantener el equilibro me manché el pijama-. Joder, que guarro soy-. Me quité los pantalones y los lancé a la pica.
Salí en boxers a la terraza tambaleándome por el camino. Las sacudidas de la brava mar fueron acompañadas por unos truenos que hacían vibrar hasta las pestañas. Un fuerte viento azotaba el navío que a era sacudido bajo la intensa cortina de agua. Una tormenta perfecta. Una putada perfecta.
Volkóv, el vecino del camarote de al lado, un ruso de pura cepa, iba tan borracho que no hacía nada más que descojonarse del temporal. Gritaba algo en ruso con botella de vodka en mano.
Las olas eran cada vez más grandes, las salpicaduras del agua rociaban la terraza y yo me fui para dentro del camarote para secarme antes de coger un catarro. Después de pagar tal pastonazo no me iba a joder las vacaciones. De pasada, empecé a limpiar los pantalones cortos del pijama cuando un grito gutural proveniente de la terraza me erizó los pelos de la nuca. Salí por patas en busca de Volkóv.

IX. El primer día

¡El crucero era enorme! Tenía de todo: dos piscinas, una pista de baloncesto y un minigolf. Un gran abanico de tiendas, restaurantes de todo tipo, bares, gimnasio, casinos y hasta un teatro pasando por cines, discotecas, sala de juegos y una biblioteca. Era imposible aburrirse. ¡El único problema era que había que surcar los mares durante 6 días!
Decidí ir a correr de buena mañana. Basta de vida sedentaria. Así que me calcé mis deportivas, me guardé el Ipod en el bolsillo y me fui directo a la cubierta 5, dónde estaba la pista para hacer footing a lo largo de todo el crucero.

Las rodillas me chirriaban, estaban oxidadas. Mi ritmo respiratorio estaba muy mal acompasado y las canciones que más me gustaban se volvían interminables. Sin duda alguna, lo mejor de todo eran las vistas que te ofrecía el navío. Daba bastante miedo el hecho de que en cualquier punto de la superficie sólo pudieras ver agua y más agua, pero era algo mágico.
Un niño rubio me pasó por séptima vez, no sé que le daban para desayunar pero yo quería lo mismo. Unos diez minutos más tarde me volvió a pasar, esta vez pero, pasó haciéndome burlas. Me dieron ganas de tirarlo por la borda pero decidí aceptar que mi estado físico era más que desastroso. Aquel diablillo había dado nueve vueltas en un cuarto de hora, yo sólo cuatro. Decidí que ya había sido suficiente por hoy y me fui a pegar una ducha. Las piernas me temblaban como nunca, y el Ventolín era llamado por mis pobres pulmones.

Cerré los ojos y noté como el agua a presión caía sobre mis hombros produciendo un pequeño cosquilleo. Era una sensación muy relajante. Reflexioné sobre los días previos y pensé en que podría visitar esta tarde después de comer pero un grave estruendo me rompió los planes. Cogí una toalla, la enrosqué a toda prisa en la cintura y salí a la terraza: En el horizonte, una enorme nube negra se acercaba con paso firme. Se avecinaba tormenta.

martes, 8 de junio de 2010

VIII. El último de la mesa

Apenas pasaban doce minutos de las nueve de la noche cuando llegué al restaurante de la cubierta número 4. No era obligatorio vestir de etiqueta. Aun así, me vestí con una camisa azul de manga corta, unos tejanos y me afeité la barba de cuatro días.
Al llegar al restaurante se acercó el maître. Era un tipo bajo, calvo, de pocas espaldas y vestido con un impecable conjunto de traje y corbata de color rojo. Sobre el brazo izquierdo reposaba un trapo blanco y en la mano derecha sujetaba una pequeña libreta.
-Buenas noches señor, ¿me permite la tarjeta de habitación?- preguntó, con un marcado acento francés.
Asentí al tiempo que entregaba la documentación. Ya la tenía preparada antes de entrar al restaurante.
El hombre verificó los datos y buscó en la libreta antes de levantar la vista y buscar mi mesa.
-Señor Reyes, sígame por favor.
El maître zigzagueó por entre el enjambre de mesas no sin parar un par de veces para charlar con algunos clientes que ya estaban cenando. Me gustó la actitud cercana del hombre, por lo menos intentaba hacerte sentir como en casa. Algo que siempre se valora.
El comedor era grande, muy grande. Del techo pendían bastas lámparas recargadas de adornos al estilo barroco con docenas de bombillas a su alrededor. Las gruesas columnas estaban recubiertas de mármol hasta mitad altura y el suelo blanco, brillaba como un diamante pulido. Las paredes estaban pintadas de un color beige, y las cortinas, blancas, estaban extendidas a lo largo de toda la sala.
Seguí al menudo guía hasta mi mesa en un viaje repleto de buenas olores que me abrieron el apetito.
-Mesa 87- dijo el maître-. Buen provecho.
-Gracias.
Era una mesa redonda para ocho personas. Siete de los comensales ya habían llegado, yo fui el último en hacerlo.
-Buenas noches- dije con cierta timidez, a causa de la tardanza.
-Buenas noches.
Aun no me había puesto la servilleta sobre las faldas que ya me habían traído el menú del día y preguntado por la bebida. Que agobio.
-De primer plato una ensalada de queso, de segundo un entrecot- entregué la carta al camarero.
-Soy Luís- intenté romper el hielo de la forma más sencilla.
-Encantado- respondió el hombre mayor que se sentaba a mi derecha- Yo soy Manuel, y ella es mi esposa, Julia-. La mujer esgrimió una sonrisa.
-Me llamo Laia- dijo una bella dama que se sentaba al lado de la pareja mayor.
-Yo, Andrés- el tipo me llamó especialmente la atención, parecía un doble de Vin Diesel. Musculoso, rapado al cero y con una gran nariz. Era una cabina telefónica con patas.
Al lado del musculitos se sentaban Carla y Zaida, una pareja de chicas de Ripollet. Me hizo especial ilusión conocer a alguien que venía del pueblo de al lado.
A mi izquierda, para cerrar el círculo, se sentaba un chico de Bilbao. Me encantaba el marcado acento del tipo, se llamaba Iñaki.

Aquellos fueron los primeros compañeros con los que hablé en el crucero. De ahora en adelante, cenaría con ellos todos los días. Siempre es agradable entablar amistades nuevas.

VII. El puerto

Preferí no pasar a euros la cantidad que marcaba el taxímetro. El taxista presionó un botón cuando escuché un chasquido en el maletero. Se había abierto. El hombre recogió mi equipaje al tiempo que yo le entregaba 60 dólares canadienses no sin antes pensar que habíamos pasado tres veces por la misma manzana.
Estiré del asa de la maleta y reanudé la marcha con el constante traqueteo de las ruedas siguiendo mis pasos. Crucé un laberinto de coches estacionados y llegué ante el hormiguero de turistas. Encontrar mi crucero iba a ser más difícil de lo que pensaba.
De puntillas, me llevé la mano sobre las cejas a modo de visera y busqué entre la muchedumbre a alguien uniformado que me facilitara mi destino. Era peor que buscar a Wally en cualquiera de sus libros. El dolor de pies fue considerable pero mereció la pena.

Tras pasar los controles pertinentes me acompañaron ante un crucero majestuoso sin desmerecer a los que habíamos pasado de largo. El navío era de color blanco, enorme. La proa, tan puntiaguda como una punta de flecha, se asomaba amenazante por encima de nosotros que no podíamos hacer otra cosa que asombrarnos ante el gigantesco crucero.
-Espere su turno- me comentó la joven guía. Por la vestimenta que portaba debía formar parte de la tripulación.
Haciendo cola para subir a bordo, me preguntaba una y otra vez cómo una cosa tan grande podía flotar sin problemas. Pensé en el Titanic. Luego me arrepentí de ello.

lunes, 7 de junio de 2010

VI. Vancouver

Para ser principios de agosto la temperatura era perfecta, incluso fresca. Apenas hacía tres horas que había aterrizado en el Aeropuerto Internacional de Vancouver y, quitado del maldito jetlag con sus 8 horas menos, la ciudad era un regalo para la vista. Entre grandes montañas nubladas se alzaban triunfantes rascacielos con diseños modernistas a ambos lados del río Fraser. El problema fue el poco tiempo para visitar la ciudad, pues a las 5 de la tarde debía estar en el puerto para empezar el crucero, no tuve más remedio que hacer cuatro fotos antes de ir raudo y veloz a una parada de taxis de un tamaño más que considerable.
Por primera vez me sentí como una presa. Todos los taxistas ponían a punto sus taxímetros y acechaban a las victimas apoyados en sus vehículos, listos para sacarte los ojos en un viaje de aquí a la esquina. Si llegan a caminar en círculos pasan por buitres gigantes.
Sin muchas opciones más, y con miedo de no llegar a tiempo, me dejé cazar por uno de ellos. Un hombre mayor de pelo largo canoso y de aspecto afable cogió mi maleta y la guardó en el maletero del coche. Se ajustó bien el chaleco alrededor de la panza y me preguntó el destino.
La sonrisa del conductor al oír mi respuesta me puso los pelos de punta. Entonces supe que el tipo iba a hacer el verano con mi viaje.

domingo, 6 de junio de 2010

V. El clímax

¿Habéis dormido alguna vez cómo latas de sardinas? Dormir en el avión era lo más parecido a ello. Era el transporte más grande en el que me había montado hasta el momento. Y los cabrones de primera clase tenían dos pisos para ellos. ¡Dos pisos!
Pero lo peor de todo no era el diminuto espacio. Hacía más de siete horas que estábamos en el aire y yo no había ido al lavabo desde mucho antes. Ahora me estaba meando a raudales.
Me desabroché el botón del pantalón para intentar presionar lo menos posible a mi castigada vejiga. Intenté tararear cualquier canción pero aquel dolor me nublaba el pensamiento. Decidí seguir con la lectura del diario deportivo. Era realmente jodido centrarse en leer los artículos con las ganas de mear que tenía. Y mis dos vecinos durmiendo a pierna suelta. Estaba siendo un viaje más que interesante.
Empecé a sudar como un loco, ya no sabía en qué pose ponerme en la butaca. Tras dar varias vueltas me armé de valor y me levanté del asiento. A trancas y a barrancas pude salir del zulo despertando a los viajeros que se acordaron de mi familia. Me daba igual. Corrí como un poseso hasta el servicio. Por suerte estaba vacío. Me bajé los pantalones y besé la gloria.

IV. El vuelo

Anoche tuve la genial idea de ver Turbulence horas antes de hacer un vuelo transoceánico. Joder, que aun no ha despegado y ya estoy encima del tío de al lado. Me mira con cara de pocos amigos, creo que no es para menos. Cuando se descuide la azafata me tiro sobre su asiento como alma que lleva el diablo. Tiene doble cinturón de seguridad. De aquellos cruzados en plan rally.
Había viajado otras veces con la aerolínea alemana, así que me sentía relativamente tranquilo. Pensé en el crucero, se llamaba Rhapsody of the Seas, un nombre como dios manda. Como aquella canción de Queen, Bohemian Rhapsody. Daria cualquier cosa por escuchar un poco de música.

Estaba en la ventanilla al lado del ala derecha. A mi izquierda había dos butacas que ya estaban ocupadas. En el primer asiento había una chica japonesa, creo que lo era, que ya se había descalzado y dormía placidamente. En medio estaba el hombre mayor que me seguía mirando con cara de mala leche. Decidí imitar a la mujer y me puse a dormir.

En el mejor momento del sueño el piloto pegó un acelerón, los motores rugieron y mi cuerpo se incrustó en la butaca. Me desperté desesperado con el corazón en la garganta y un nudo en el estomago. Suerte que me había abrochado el cinturón sino estaría otra vez encima del compañero de al lado.

El pájaro de acero se elevó sobra una Barcelona que en cuestión de minutos pasó a ser una maqueta sin detalles repleta de luces. Momentos más tarde, volábamos por encima del manto de nubes
Sigo sin entender porque decidí coger el asiento de la ventana si el viaje se hacía de noche.

III. La espera

Llevo cinco largas horas esperando el maldito vuelo de Barcelona a Vancouver y por mucho que mire con insistencia los letreros informativos siempre aparece el mismo mensaje: “con retraso”. Lleva así dos horas y poco. Joder, sé que no es mucho tiempo después de ver lo que pasó con las cenizas del volcán, pero me he dejado un riñón y medio en un crucero por Hawai y quiero disfrutarlo al 100x100. Cada hora que paso aquí es una hora perdida, más aun, unos cuantos euros tirados a la basura. Y eso, en tiempos de crisis, es una gran putada. Ahora si que puedo decir que el tiempo es oro, y sino que se lo pregunten a mi pobre bolsillo.
Este año quería pegarme un lujo de los que marcan época, no por el hecho de cumplir 30 años, que también, sino por hacer un viaje especial, un viaje reflexivo en mitad de un mundo paradisiaco donde encontrarme a mi mismo. Y de paso sea dicho, toparme con una buena morenaza.

Viendo que la cosa iba para largo volví a la librería, me zambullí en el montón de libros desordenados y, harto de buscar, me dirigí al dependiente.
-Perdone, ¿tiene el libro de Parque jurasico?
El hombre cerró el libro que estaba leyendo y se pegó unas buenas risas a mi costa. Lo que me faltaba, el gracioso de turno. Yo me acordé de su puta madre.
-Eso es una reliquia, caballero- respondió con extraña cortesía.
-Entonces sólo quiero el Sport- hurgué en los bolsillos y encontré un euro que dejé con desprecio sobre el mostrador. Cogí el diario y volví a mi butaca.

Apenas había acabado de leer la primera página que me di cuenta de que ya podía embarcar en el vuelo hacia Canadá. ¡Había llegado la hora!

II. Equipaje de mano

Era lunes, el primer lunes de vacaciones. Hay que remarcar que sea el primer día sin trabajo pues lo saboreas cosa mala. Miras el despertador sin pánico, consciente que puedes permitirte el lujo de levantare a cualquier hora y así lo hice. Me conecté a la prensa online para ver cuan jodido estaba el mundo. La respuesta ya la sabía con antelación. Muy jodido, y en esta piel de toro llamada España, peor. Decidí dejar de leer las noticias para no deprimirme y con los primeros acordes de Fade To Black de Metallica me fui a la ducha. Tal y como salí de ella volvía estar empapado de sudor. El verano es una estación tan tediosa que más de una vez me he planteado ir a vivir al congelador. En serio, creo que debe de ser un lujazo…claro que puedes acabar como Walt Disney, pero eso ya es otro cantar.
Miré el calendario, en vacaciones nunca te enteras en que día vives, yo por lo menos, y la sorpresa fue más que considerable al darme cuenta de que en menos de una semana me iba de crucero a Hawai.

Perdí la cuenta de las veces que repasé la lista del equipaje. No me podía faltar de nada, no debía.

viernes, 4 de junio de 2010

I. Vacaciones

Me levanté de la incómoda silla de madera con el culo plano, cogí las llaves del coche, me guardé el teléfono móvil en el bolsillo y me despedí de los compañeros que aun quedaban en el restaurante, varios de ellos con unas cuantas copas de más, y decidí dar por finalizado el último día de trabajo.
La bofetada climática fue más que interesante al abandonar el restaurante. El sol brillaba en su punto más álgido convirtiendo en un infierno todo lo que tocaba y mi coche no iba a ser una excepción. Dos destellos me informaron de que las puertas del vehiculo se habían abierto y confirmé algo que era un hecho, aquello era un hervidero. Bajé todas las ventanillas y salí del parking con una sonrisa de oreja a oreja a pesar del horrible bochorno.
¡Por fin estaba de vacaciones!