jueves, 28 de octubre de 2010

XXXV. Buenas y Malas noticias

Mi ex pareja me decía que tenía mucha imaginación y tiempo libre para crear mi propio mundo partiendo de la realidad. Algunas perlas que se me ocurrían cuando era pequeño eran bastante burras, como el hecho de nacer grande o pequeño, es decir: creía que me había tocado nacer como niño, mientras que a un abuelo, le había tocado ser abuelo. Que siempre eramos igual físicamente, no pensaba que eran fases de la vida. También creía que la línea del horizonte de la playa era una enorme cascada o que el logotipo de unos interruptores de una tal Simons eran dos gigantes que por la noche venían a buscarme…como bien decía antes, historias para mandar al niño a la cama a una hora decente. De todas formas, actualmente sigo dándole vueltas a muchas cosas y reflexionando. Ahora mismo intento entender como es la vida de una persona invidente pues en cierto modo, actualmente lo soy. No veo nada. Antes, en mis años mozos, cerraba los ojos e intentaba caminar por casa. El resultado era obvio: un buen golpe en la rodilla con el canto de la mesa con sus consecuentes insultos al mueble. A veces era peor y me comía la viga del pasillo. Pero desde entonces hasta ahora, la sensación de angustia, inseguridad y la completa desorientación poco han cambiado. Ahora sufro las mismas sensaciones pero con la excepción de que aun teniendo los ojos abiertos, no veo tres en un burro.

Ahuequé la mano izquierda colocándola sobre mis cejas en un inútil intento por poder abrir los ojos sin que el agua de la lluvia me molestara. Forcé la vista durante unos instantes pero no logré diferenciar la silueta de mis compañeros de los enormes riscos.
-¿Dónde estáis?- grité entre fuertes jadeos-¿Qué pasa?
-¡Estamos bien!- respondió Iñaki, creo. La voz hacía y venía de la izquierda-. ¡Hemos encontrado una cueva!
-¿Una cueva?- me pregunté con asombro. El nudo del estomago se deshizo en segundos, la angustia de no ver nada se volvió un poco más liviana al pensar en un gruta seca, aislada de la lluvia y, por qué no, con una hoguera-. ¿Dónde estáis?- grité a pleno pulmón. Dejé de trotar y me detuve en busca de la respuesta, concentrado para intentar identificar de donde venía la voz del hombre. Volví a repetir al pregunta, esta vez en inglés.
Una luz azulada se zarandeó a la izquierda. Parecía la luz de un teléfono móvil. No recuerdo mucho aquella zona cuando aun había un poco de luna entre los nubarrones, pero creo que era los inicios de la jungla-. ¡Aquí!.

La luz se apagó varias veces en el rato que tardaba en llegar hasta ella. El grupo entero se había reunido junto a un agujero redondeado, no más alto de metro y medio pero tan ancho como un coche de lado.
-Pasaremos aquí la noche- dijo Van Dijke, la tipa holandesa se mostraba risueña al haber encontrado la cueva-. Está seca y cabemos todos.
-¿Cómo diablos has encontrado esto?- preguntó Volkov. El tipo me había quitado la pregunta de las manos.
-Con esto- la joven mostró una rama rota y el telefono-. Con la luz del movil en función linterna y toqueteando con el palo. Como los ciegos- explicó.
-¿Móvil con función de linterna?- pregunté con cara de idiota-. Dios, en España somos tercermundistas.
-¿Y aun te extraña?- me dijo Manuel entre risas.
-Yo he encontrado un mechero, tiene ganas pero no sale llama. Puede que no tenga piedra o yo que sé.
-A ver- Carla me palpó el brazo repetidas veces en busca del mechero. Tenía las manos heladas.

Con Van Dijke a la cabeza del grupo nos adentramos en la gruta. El suelo estaba repleto de surcos rellenos de arena y grandes piedras aquí y allá. El techo era abombado y limpio, sin malformaciones, agujeros o estalactitas rocosas. A decir verdad, demasiado perfecto. Metido en mis pensamientos no me percaté de que el grupo había parado y me choqué con Carla.
-Me has pisado- gimió la pobre joven llevándose la mano al tobillo.
-Perdón- me disculpé. Noté como me ponía rojo como un tomate. Suerte de que apenas había luz-. ¿Por qué paramos?
-No lo…
-Schh….callad un momento- dijo Frings-. Escuchad.
Traduje la frase para el resto del grupo.
Presté atención pero únicamente logré discernir mi respiración de la lluvia al impactar contra la montaña. Era un continuo tamborileo, pero me resultaba agradable. Más tarde me pareció oír un quejido. Tenía la garganta seca. Me quité las gotas de la cara con la mano, tragué saliva y volví a concéntrame. Esta vez escuché unos pasos claros, seguidos de gemidos apagados y guturales.
-No me jodas…
-¡Hay que moverse!- vociferé mientras miraba la entrada de la cueva. Sólo vi oscuridad.
El grupo comenzó a moverse con rapidez cuando se volvió a parar.
-¿Qué pasa ahora?- gritó Iñaki, enfadado.
Volví la vista atrás, de nuevo a la entrada. No había nada, o nadie. Fue entonces cuando un partió el cielo y por unos segundos pude ver la silueta de un tipo cojo entrando a la cueva. El corazón me dio un vuelco.
-¡Están aquí!- grité, nervioso. Escuché un ruido arenoso, largo y pesado. El tipo arrastraba una de las piernas. Aun podíamos escapar- Por el amor de Dios, ¿Qué pasa?
-Hemos encontrado un panel de mandos- respondió Van Dijke.
-¿Cómo?- pregunté perplejo-. ¿Un panel?
-Sí. Tres botones redondos, parecen setas. Uno es verde, sí. Es verde, en medio hay uno con un dibujo que no logro descifrar, parece una mano o algo parecido. Y el tercero es rojo. Están en una caja amarilla, taladrada a la pared. Y unos cables gordos recorren el techo gruta adentro. En el suelo creo que hay unos raíles.
-¿Has pulsado algún botón?
La mujer apretó uno de ellos. No sé cual pero algo se puso en marcha. Escuchamos un zumbido seguido de un chirrido a los lejos. Instantes más tarde, una explosión seca acabó con todos los sonidos.
-¿Qué pasa ahora? Por aquí empieza a entrar gente y no parecen que sean muy simpáticos- ironicé. Otro relámpago me permitió contar hasta tres tipos.
-No lo sé, no funciona.
-¡Pues es igual! ¡Corre, joder!

Apiñados alrededor de Van Dijke, corrimos como un banco de peces en busca de una salida, si es que la había. La gruta era cada vez más empinada y serpenteaba con lentitud hacía la derecha. Si estábamos cansados, que lo estábamos, no era el momento para demostrarlo. Un claro ejemplo de ello era Andrés, que cargaba con Joao. Julia y Manuel podían seguir el ritmo hasta el momento. Volví la vista atrás unas cuantas veces pero no pude apreciar nada en la oscuridad.
-¡He…he visto un destello al final de la cueva!- alarmó Carla.
-¿Dónde?- preguntamos al unísono.
-Allí arriba, ya…ya debemos…estar cerca- dijo entre jadeo y jadeo. La voz se le apagaba por momentos.

Con el último esfuerzo de la noche esprintamos hasta llegar a la otra entrada de la cueva.
-Mirad- dijo Bastian señalando otro panel con botones. El tipo se apoyó en la pared para recoger un poco de aire. Sus jadeos eran más que intensos.
-Tres botones- informo Van Dijke, tragando saliva y reponiéndose del esfuerzo.-. Igual que en la entrada de la cueva.
-No…esto no es una cueva- Volkov se acercó a un objeto cuadrado de color negro con gruesas franjas amarillas-. Esto es un túnel…y esto una vagoneta.
La chica holandesa movió el haz de luz hacía el germano. El tipo entrecerró los ojos cuando Van Dijke le deslumbró.
-¿Dónde narices estamos?- pregunté enojado. Cogí uno de los inhaladores y me pegué un chute. Aquello podía llamarse dopaje.
-Al final del túnel-. Andrés corrigió la posición de Joao sobre su espalda con un ligero salto y se encaminó hacia Van Dijke. Todos hicimos lo propio.

De nuevo escuchamos la incesante lluvia, el fuerte viento meciendo la vegetación y silbando por entre las rocas. Lo habíamos logrado, estábamos en la otra punta de la gruta o del túnel o como queráis llamarlo. Abandonamos la formación rocosa con un gran alivio para atravesar unos cuantos arbustos y toparnos con…
-¿Dó…Dónde estamos?- pregunté petrificado.
Hubo un silencio sepulcral entre los miembros del grupo. Me froté los ojos repetidas veces pero el letrero era autentico y decía así:

PELIGRO: ALTO VOLTAJE
NO PASAR
SÓLO PERSONAL AUTORIZADO

Era un letrero oxidado de color amarillo con las letras, muchas ya descorchadas, impresas en negro. Debajo del texto estaba la típica señal del rayo. El rotulo colgaba de una gran valla de alambre de dos metros de alto que acaba con alambre de espino. Tras las espigadas protecciones se dibujaba la silueta de una ciudad situada en las faldas de la montaña.
-¿Es curioso que pongan un cartel de no pasar en una isla deshabitada, no?- dijo Frings sin apartar la mirada del letrero.

miércoles, 27 de octubre de 2010

XXXIV. Oscuridad

Cuando éramos pequeños nos contaban historias para ir pronto a la cama: que si el hombre del saco, el coco, el monstruo del armario o el tipo raro que se escondía debajo de la cama. Todos ellos tenían una cosa en común: eran mentira. Pero partiendo de esta pequeña base de monstruos nocturnos encontramos el foco de todos los problemas: La oscuridad. Simple y llanamente, la ausencia total de luz. Seamos sinceros, ¿quién no ha tenido miedo en la cama, bien tapadito, mirando en la absoluta oscuridad y aun así imaginar sombras y siluetas? Y ni hablar de sonidos extraños. Nuestra mente es perversa, y tememos a lo desconocido. La oscuridad no es ficticia, está ante nosotros cada día, y aunque la miremos de frente, no sabemos por donde nos puede atacar.

Estornudé hasta cuatro veces seguidas, creí que la última vez me saltarían los ojos pero por fortuna no fue así. Me limpié la mucosidad de la nariz con el reverso de la mano y miré al cielo tormentoso con aire de resignación. El muy estaba plagado de nubarrones que seguían descargando una intensa cortina de agua.
-Aquí no es donde desembarcamos- dijo Julia. Miró a su marido y luego dejó a Joao apoyado en las faldas de un enorme risco, cobijado a duras penas de la lluvia-. Esto parece un callejón sin salida.
-No vemos nada- concretó Manuel, acariciándose el estomago.
-Preguntaré a Volkov si tenemos alguna linterna, pero juraría que se quedaron en otro bote. Por cierto- dije, antes de partir- ya queda poco para comer.
Manuel asintió con una sonrisa. Bueno, a decir verdad, parecía más una risa cansada y forzada que otra cosa. Totalmente normal después de los días que llevamos aquí perdidos. ¿Han pasado ya cuatro noches? Cinco tal vez…
-Eh, Luís, me estoy congelando- Carla interrumpió mis pensamientos. Al girar la cabeza hacía la derecha vi a la joven de brazos cruzados, con el cuello metido entre los hombros y tiritando. El cielo se iluminó con brusquedad y acto seguido un trueno hizo retumbar la isla.
-Lo sé, chica-me despegué la ropa que tenía enganchada al cuerpo por culpa de la lluvia- Estamos todos igual. Pillaremos un buen catarro.
-Ahora mismo, eso es lo de menos. Iñaki y Andrés se han ido con la moza holandesa y Firngs en busca de alguna cueva o gruta en esas montañas de allí.
La zona hacía forma de U invertida. La obertura era la orilla del mar y estábamos rodeados por espesa jungla y empinados riscos. De hecho, nuestra única vista más allá de nosotros era el océano.
-¿Te acuerdas de las linternas?
La mujer negó con la cabeza.
-Lo ultimo que recuerdo es al capitán Wingman y sus secuaces cogiendo unas linternas para ir a examinar el otro lado de la maldita isla.
-Wingman… -dije con voz queda- ya no me acordaba. ¿Qué habrá sido de él y el resto de turistas?
-No lo sé, pero éramos más de dos mil personas y todas han desaparecido del mapa.
-Es tan surrealista… se habrán adentrado en la jungla, estarán como nosotros, o ves a saber, quizás peor.
Julia no respondió. Sus dientes seguían castañeando rítmicamente cuando Volkov y Bastian se cruzaron en nuestro camino.
-¿Linternas?-pregunté.
-Nada. La única luz que tenemos es la del bote cuando toca el agua- respondió Bastian, cargado con varias bolsas de plástico-. Es la comida y kit de primeros auxilios- dijo levantándolas.
-Vamos listos- dijo Carla, volviendo tras sus pasos negando con la cabeza.

Me acerqué a inspeccionar el bote, no por desconfianza, sino en busca de un poco de inspiración. Quien sabe, puede que encuentre algo y se me ocurra alguna idea. Volví a estornudar. Aparté bolsas rotas, hurgué entre chalecos salvavidas para encontrar unas gafas de sol, una pulsera de plástico trenzado de color negro, un Ventolín y un mechero rosa.
-¡Coño, esto es mío!- cogí el Ventolín y me lo guardé en el bolsillo trasero del pantalón con una gran sonrisa-. Y se hizo la luz- dije en voz alta cuando accioné el mechero. No hubo llama. Mi gozo en un pozo-. Mierda-. Volví a intentarlo sin éxito. Zarandeé el objeto cerca de la oreja. Tenía gas-. Puede que sirva para algo después de todo.

De camino al grupo, cabizbajo, mirando como mis pies se hundían en la arena y la lluvia masajeaba la nuca escuché un grito. Arranqué a correr con miedo a estamparme de morros con alguien o algo.

miércoles, 13 de octubre de 2010

XXXIII. Volviendo a tierra firme

Creo que nosotros, los humanos, nunca escarmentamos. Siempre tropezamos dos veces con la misma piedra, o incluso más. De hecho, no descarto que tropecemos a propósito. Recuerdo una antigua anécdota de cuando yo iba al colegio y comenzamos una nueva asignatura: Tecnología. El trabajo final era hacer una pequeña casa de madera con un simple pero vistoso circuito eléctrico que añadía un toque de luz a la maqueta. La energía salía de aquellas grandes pilas de petaca agarradas a la madera con cinta aislante. Me acuerdo de la curiosidad de un colega que no dudó en plantar un lametazo en los polos de la pila. La descarga fue más que digna, y las muecas del tipo un poema. Pero no contento con ello, el chaval repitió la escena ante la atónita mirada del profesor.
Nosotros, los compañeros, nos meábamos de risa.
Aquello fue lo que me aseguró que los seres humanos podíamos tropezar muchas veces con la misma piedra.

El cielo se partió en dos antes de iluminarse por completo. Empapados, remábamos con fuerza bajo la cortina de agua. Primero a contramarea, luego a favor. El bote se agitaba como un sonajero en manos de un bebé. Sólo que éste no vomitaba.
-¡Cambio! –gritó Frings. El tipo abandonó el puesto de remo entre fuertes temblores. Andrés entró en su lugar. A su lado, Bastian trataba de mantener el ritmo.
Las votaciones dieron como resultado volver a tierra firme, pasado la medialuna de arena que había en la zona donde desembarcamos.
-¡Un poco más! – gritaba Manuel, que remaba con las manos desnudas. Tras él, yo hacía lo mismo.
-¡Cambio!- el tipo germano abandonó el puesto y entro Volkov. Las fuerzas renovadas del ruso y del grandullón aumentaron parcialmente la velocidad de navegación. Pero por desgracia, el aire giró y comenzó a soplar en nuestra contra.
-¡No avanzamos!- gritó Andrés.
-¡Tú rema!- espoleamos los españoles.
Los remos crujían al ser llevados al límite. El bote saltaba en las crestas de las olas para caer en picado momentos más tarde. El vaivén era tan duro como el de una montaña rusa. Y yo las odiaba.
Me dolía el brazo derecho, notaba un hormigueó que me iba desde mano hasta el pectoral. Era un dolor agudo, pero por desgracia, después de tanto rato remando, ya comenzaba a ser algo habitual pero no por ello menos molesto. Con los ojos entrecerrados a causa de la lluvia distinguí las siluetas de la vegetación de la jungla que cada vez se metía más tierra adentro. Otro rayo iluminó la noche el tiempo suficiente para ver de nuevo la playa. Apenas quedaban quince o veinte metros.
-¡Tierra a la vista!- vociferó Van Dijke. La muchacha estaba en la proa del bote, junto a la luz.
A todos se nos iluminó la cara.

La orilla estaba limpia. No había rastro de aquellos bichos. La playa hacía forma de U, rodeada por espigadas formaciones rocosas y la frondosa jungla. En el horizonte, se dibujaban las formas montañosas de la isla. Levantamos a Joao con cuidado y lo sentamos en la arena, cerca de un árbol donde apoyar la espalda.
-Tiene fiebre- informó Julia, tocando la frente del herido-. Tenemos que secarlo o empeorará.
El cielo se volvió a iluminar, momentos más tarde otro trueno estalló.
-¿Cómo?- pregunté-. Estamos todos mojados-. Me fijé en el vendaje del tobillo. Seguía rezumando sangre. La mujer quitó las gasas, apretó de nuevo el cinturón por encima de del bocado y, arrancó la manga raída de su camiseta para envolver la herida. El tipo gimió de dolor.
-Lo siento- Julia se limpió la nariz con el reverso de la mano-. Esto es todo lo que puedo hacer hasta ahora.
-Ya has hecho mucho- le dije.
Manuel se acercó a su mujer y la abrazó.
-Lo estas haciendo muy bien, no te preocupes. El muchacho se recuperará.
Giré la cabeza y vi a Volkov y a Bastian atando la cuerda del bote a un árbol. El transporte se mecía con brusquedad sobre la mar espumosa.

XXXII. Tempestad

Desde pequeño he ido escuchando que, por norma general, la primera idea que te viene a la cabeza suele ser la más acertada. Cuando estudié inglés corroboré la pequeña regla casera. En otras palabras: nunca de los jamases cambies la primera respuesta que te viene a la cabeza para resolver el ejercicio, pues me atrevería a decir que el noventa por ciento de las veces la respuesta es correcta.
Por desgracia esto no es aplicable a todo, como otra gran regla casera en inglés: si suena mal, seguro que está mal. Pero como iba diciendo, no siempre la primera idea es la correcta….si no que se lo pregunten a Andrés.
Creo que se metió tanta mierda en el cuerpo para tener esos músculos, muchos de los cuales yo ni sabía que existían, que la sangre no le llega bien al cerebro. ¿Zombies? ¡Por el amor de Dios, que cosa más sórdida!

Refunfuñé adormilado cuando algo frío y húmedo impactó en mi cara, cerca de la nariz y descendió con lentitud hacía los labios. Los relamí inconscientemente cuando en la frente noté otro impacto, y luego otro, y otro. Abrí los ojos con lentitud, medio atontado, y observé finas estelas brillantes ante un cielo oscuro. Entonces una intensa luz iluminó las nubes y segundos más tarde la lancha tembló ante el tremendo estruendo. Empezaba a llover.
Intenté levantarme pero las cervicales me crujieron con tanta fuerza que me quedé plegado allí mismo, como un abuelo, gimoteando y maldiciendo por dormir en poses tan grotescas.
Volkov ya estaba despierto, podía escuchar sus arcadas desde la otra punta del bote. Carla y Van Dijke se despertaron con el trueno. Manuel e Iñaki no tenían pinta de haber dormido en días, sus ojeras llegaban hasta el suelo. Frings y Bastian hacían guardia en la punta del transporte. Joao seguía durmiendo, a su lado, Julia cabeceaba a causa del cansancio.
-Eh, Iñaki- zarandeé a mi compañero que roncaba profundamente- Despierta, está lloviendo. Venga, arriba. Despierta- El tipo gruñó y me dio la espalda-. Joder, parezco tu madre ¡levántate!-. Adormilado, Iñaki hizo un gesto con la mano para que lo dejara en paz.
Andrés se me acercó, sorteando al resto de supervivientes con bastante torpeza.
-Eh, tío- me dijo- siento aquello que te dije hará un par de días, o ayer… o bah, no sé cuando pasó, desde que estamos aquí he perdido la noción del tiempo-. El grandullón parecía arrepentido. Si más no, su voz era apagada y triste-. No quise ofenderte.
En aquél momento, escuché un pitido breve. No le dí importancia.
-Ya tenemos suficientes problemas para salir vivos de aquí, si es que salimos. Así que de aquello ya ni me acuerdo- el tipo esbozó una sonrisa y acto seguido me tendió la mano-. Sin rencor- dije.
-Sin rencor- repitió.
-Siento cortar este momento tan tierno- se burló Frings-. Pero debemos regresar a tierra o la marea nos engullirá. El agua está brava.
-¿Ahora que le pica al Tercer Reich?- me preguntó Andrés.
A duras penas conseguir contener la risa pero cuando miré las olas que se acercaban por el horizonte las ganas de juerga se me pasaron de golpe.
-Debemos volver a tierra firme.
-Esos cabrones siguen allí de pie. Seguimos siendo su cena.
-Andrés, déjate de gilipolleces y olvida a esos pobres desnutridos. Tenemos que salvarnos el pellejo.
-¿Y si bordeamos la jungla?- interrumpió Manuel-. Podemos ir por donde desembarcaron Julia y el resto.
-Eso estará infestado de zombies.
-Que pesado que eres con esa mierda- dijo Manuel con desdén.
-No podemos hacer otra cosa- opinó Iñaki entre bostezos.
-Mira, se ha despertado la bella durmiente- dije.
Andrés barrió con la mirada a Manuel. Tras unos segundos, soltó una risita burlona y negó con la cabeza.
-Hay más gente en el bote- gritó Carla-. Nuestras vidas no dependen de vuestras ideas.
-¿Qué propones?- pregunté.
-Votaciones.
De nuevo escuché un breve pitido. El sonido me resultaba familiar. El teléfono móvil. Saqué el aparato del bolsillo. El icono de la batería parpadeaba en la esquina superior derecha. En el lado opuesto, un dibujito de una antena tachada me indicaba que no había cobertura. Eran las cuatro menos diez de la madrugada. El móvil volvió a pitar antes de apagarse.