viernes, 4 de febrero de 2011

XLIV. Ruido, más ruido

Confirmado. No hay violines, tampoco tristes notas de pianos y mucho menos tempos lentos y melancólicos. No hay banda sonora al pasar al otro mundo. Nada de música patriótica ni de movimientos a cámara lenta. No, es más sencillo que eso. Mucho más. Te caes de la cornisa sin tiempo a decir esta boca es mía. Pero a veces, puedes decidir entrar por la puerta grande, por así decirlo.
Yo opino que para irse al otro barrio voluntariamente hay que tenerlos bien puestos. Y grandes. Tan grandes como dos sobaos. Sin embargo otros lo ven como una acción de cobardía, una huída. La vía fácil. A veces, creo que las agallas que hay que tener para levantarse cada día e ir a trabajar en un mundo podrido y monótono son las mismas que hay que tener para alumbrarse la sesera.

-¿Estos no se levantan?- preguntó Julia, agarrando el brazo de su marido con angustia.
-No sé como lo ves- intervino Andrés-, pero les falta media cabeza. Vamos, que así… a bote pronto, no veo el porqué deberían levantarse.   
-Qué gracioso…
Volkov se acercó a los cadáveres con cautela. Se arrodilló al lado del chico y quitó el arma de las manos rígidas del cadáver.
-Seamos sinceros, ellos ya no la necesitan- dijo, mirando el cargador. Antes de ponerse en pie algo llamó su atención-. Hasebe, Ryo Hasebe-. Volkov cogió la tarjeta, que sobresalía del pantalón.
-¿Una identificación?- pregunté estupefacto. Esto iba de mal en peor.
-Mirad, hay una banda magnética y un código: RH44S-OFC.
-¿Para qué una tarjeta con código en una isla desierta?-pregunté.
-Quizá sea el numero de referencia de la tarjeta- opinó Carla inspeccionando el plástico azulado.
-¿Y la tarjeta?- me acerqué al cadáver de la mujer. El plástico era de color naranja. Colgaba del cuello enganchado a una cinta blanca. Entre manchas de sangre deduje su nombre:
-La chica se llama Laura. Y su referencia es: LG73H-LAB.
-¿Os acordáis del edificio grande del poblado?- intervino Bastian-. Uno de color gris, creo…
-Tenemos compañía- No me dio tiempo a reaccionar que Frings ya estaba pisando la cabeza a un zombi infeliz que había logrado subir las escaleras-. ¡Esto está plagado de muertos vivientes! – Informó el germano-. El primer piso es inviable. Es un suicidio.
-Saltaremos otra vez por la azotea- dijo Van Dijke.
-Ni harto vino- exclamé-. Casi me parto la crisma. Ni en broma.
-Pues no hay más salida que esa. La ventana o ser el primer plato de un buffet libre para zombies. Tú decides.
Visto así, me decanto por la ventana. Sin ninguna duda. Pero el problema era el mismo. ¿Cómo salir de una casa rodeada de esos bichos torpes y putrefactos?
-¿Tenéis batería en los teléfonos?- preguntó Andrés. El grandullón encendió su móvil-. No durará mucho pero ganaremos un poco de tiempo.
Manuel sacó su teléfono, Carla y Frings lo encendieron.
-¿Qué quieres hacer con ellos?- pregunté.
-Ruido. Mucho ruido-. No apartó los ojos del teclado  y en cuestión de segundos una música estridente irrumpió en el pasillo-. Bingo. El sonido los atrae. Con un poco de suerte podremos engañarles y tener vía libre para salir de esta madriguera.
Los teléfonos de Carla y Frings sonaron con efusividad.
-¿Y ahora qué?- preguntó la muchacha.
Andrés cogió los móviles y salió a la azotea. Escuchamos un golpe seco, grave. Entendimos que el grandullón había pasado de nuevo a la casa contigua con los teléfonos en marcha.
-¿Crees que eso funcionará?- me preguntó Julia, totalmente incrédula.
-Son muertos pero no gilipollas- respondí-. Eh, Volkov, ¿Cuantas balas quedan?
-Cinco.
-Contra estos bichos cualquier cosa vale. Coger un objeto contundente. Necesitamos un plan B.
Entramos en el estudio y el escritorio se volvió una fuente de cuatro patas reconvertidas a aplasta cráneos improvisados. Por no hablar de las armas arrojadizas. Andrés entró de nuevo.
-¿Qué hacéis?
-Un poco de limpieza- Y dicho esto, nos dispusimos a bajar las escaleras.