domingo, 5 de diciembre de 2010

XLI. La guardia

Una vez dentro de la cama siempre experimentas dos sensaciones que, por norma general, se suelen dar en un mismo orden. La primera de todas es aquél suave escalofrío al taparte con las sabanas, seguido por una enorme sonrisa antes de cerrar los ojos y dar por cerrado el día. Algunas personas, o la mayoría, suelen usar la cama como lugar de meditación por excelencia. Yo, sin ir más lejos, me gustaba reflexionar sobre cualquier cosa, serias o delirantes. Cuando era pequeño pensaba en ser futbolista, actor o el típico astronauta…siempre tenias un amigo torcido que soñaba con ser actor porno a lo que otro amigo lo decía que sería mamporrero, como su tío Manolo. Cosas de niños. Con el tiempo dejé de pensar en videoconsolas que sólo veía en los catálogos para arrepentirme de no haber estudiado en toda la semana para el examen de historia y que mañana, a las ocho de la mañana, las campanas de la iglesia cercana redoblarían pidiendo mi cuello.
Años más tarde ya venían las reflexiones de casas perfectas y novias impresionantes… de estas tenía muchas ideas. Cosas de la adolescencia. Dígase madurez, quizás crecer, los sueños y reflexiones se volvieron realistas. Un coche nuevo, la hipoteca de un piso de cuarenta metros cuadrados, que la empresa se quemara, fugas a playas paradisíacas…
Y eso me lleva hasta aquí.

Aquellos hijos de puta seguían rascando y golpeando las ventanas. Escuchaba los crujidos de los cristales una y otra vez. Chirridos de uñas mugrientas y un repertorio de gemidos y quejidos que ni el más famoso cantante de opera en sus años mozos era capaz de hacer. Y yo, mientras tanto, sentado en el primer peldaño de la escalera del segundo piso, con un bate de béisbol debajo del sobaco, una botella del alcohol más asqueroso para no dormirme y una docena de velas a mi alrededor que daban cierto tinte de ritual satánico a la situación.
Un intenso bostezo me arrancó unas pocas lágrimas que sequé con rapidez. Dejé el bate de béisbol en el suelo y estiré las piernas por el descansillo. De fondo, los incesantes ronquidos que venían de la habitación de los muchachos. Sí, con treinta años y los chicos dormían en una habitación y las chicas en otras… Decidí robarme la silla de escritorio de una habitación libre y volví a la escalera.
Me tocaba el turno de guardia de la primera noche en la casa. Y solo. Calculé que en dos horas, quizás tres, el sol ya estaría sobre nuestras cabezas. Había parado de llover o por lo menos ya no escuchaba el repiquetear de la lluvia en el tejado. Con la mano izquierda cogí una vela y con la derecha agarré el bate dispuesto a hacer una última inspección a la primera planta. Bajé con precaución, acompañado por el crujir de la madera y con aquella sensación de intranquilidad soplándote la nuca.
El sofá seguía en su sitio, taponando la entrada que también había sido entablillada. Pero algo tan insignificante como un destello me llamó la atención. Con cautela iluminé lo que había bajo una ventana y descubrí restos de cristales hechos añicos. Tragué saliva y, con pulso tembloroso, iluminé la ventana. Di un salto hacia atrás al ver una docena de dedos y manos filtrándose por entre las tablas de madera. Acerqué la llama a uno de los dedos por curiosidad. El quejido de la vestía fue más que digno. Entre risas retrocedí y acabé la ronda. Nada reseñable. Al subir al segundo piso, Andrés estaba sentado en la silla.
-¿Te has divertido?-me preguntó en un tono más amenazador que interrogatorio.
-Sólo experimentaba.
-¿Ha dado resultado?
-Una vez, un sabio dijo: “Si conoces a los demás y te conoces a ti mismo, ni en cien batallas correrás peligro; si no conoces a los demás…
-pero te conoces a ti mismo, perderás una batalla y ganarás otra; si no conoces a los demás ni te conoces a ti mismo, correrás peligro en cada batalla.- interrumpió el grandullón-. El arte de la guerra de Sun Tzu.
-Vaya, para ser un musculitos tienes cerebro- le solté. Como dirían en mi pueblo: ¡Zas, en toda la boca!
-He partido piernas por menos que eso.
-¿Y eso te hace más valiente?- miré al tipo con desprecio y aguanté su mirada, tiznada de rojo por la llama de las velas-. Mira, Andrés, en estos momentos los cimientos del mundo que yo entendía y conocía han desaparecido. Así que tú, precisamente, eres quien menos me preocupa. Yo sólo quiero salir de aquí.
-Eso es lo que queremos todos nosotros, pero el problema es que eres tan idiota que al quemar a uno de esos monstruos, su aullido habrá alarmado a más zombis- el tipo se sentó en la escalera.
-Como se suele decir: Éramos pocos y parió la abuela.
-Sí, algo así
El aumento de quejidos y gruñidos no se hizo esperar.
-Allí están.
Me relamí los labios pensando una y otra vez en aquella gran y elocuente jugada de quemar al puto zombie sólo por diversión. Negué con la cabeza y, bate de béisbol en mano, me puse en pie.
De pronto, el ruido de una tablilla al chocar contra el suelo nos alarmó.
-Están entrando- Andrés agarró la botella de alcohol y bajó las escaleras. Tras destaparla, vertió el contenido zigzagueando por los peldaños.
-¿Qué narices estás haciendo?
-Levanta al grupo- respondió- nos vamos de aquí cagando leches-. Dejó caer una vela en las escaleras y una llama azulada brotó de los primeros peldaños-. Con un poco de suerte no subirán. ¡Vámonos de aquí, rápido!