miércoles, 13 de octubre de 2010

XXXIII. Volviendo a tierra firme

Creo que nosotros, los humanos, nunca escarmentamos. Siempre tropezamos dos veces con la misma piedra, o incluso más. De hecho, no descarto que tropecemos a propósito. Recuerdo una antigua anécdota de cuando yo iba al colegio y comenzamos una nueva asignatura: Tecnología. El trabajo final era hacer una pequeña casa de madera con un simple pero vistoso circuito eléctrico que añadía un toque de luz a la maqueta. La energía salía de aquellas grandes pilas de petaca agarradas a la madera con cinta aislante. Me acuerdo de la curiosidad de un colega que no dudó en plantar un lametazo en los polos de la pila. La descarga fue más que digna, y las muecas del tipo un poema. Pero no contento con ello, el chaval repitió la escena ante la atónita mirada del profesor.
Nosotros, los compañeros, nos meábamos de risa.
Aquello fue lo que me aseguró que los seres humanos podíamos tropezar muchas veces con la misma piedra.

El cielo se partió en dos antes de iluminarse por completo. Empapados, remábamos con fuerza bajo la cortina de agua. Primero a contramarea, luego a favor. El bote se agitaba como un sonajero en manos de un bebé. Sólo que éste no vomitaba.
-¡Cambio! –gritó Frings. El tipo abandonó el puesto de remo entre fuertes temblores. Andrés entró en su lugar. A su lado, Bastian trataba de mantener el ritmo.
Las votaciones dieron como resultado volver a tierra firme, pasado la medialuna de arena que había en la zona donde desembarcamos.
-¡Un poco más! – gritaba Manuel, que remaba con las manos desnudas. Tras él, yo hacía lo mismo.
-¡Cambio!- el tipo germano abandonó el puesto y entro Volkov. Las fuerzas renovadas del ruso y del grandullón aumentaron parcialmente la velocidad de navegación. Pero por desgracia, el aire giró y comenzó a soplar en nuestra contra.
-¡No avanzamos!- gritó Andrés.
-¡Tú rema!- espoleamos los españoles.
Los remos crujían al ser llevados al límite. El bote saltaba en las crestas de las olas para caer en picado momentos más tarde. El vaivén era tan duro como el de una montaña rusa. Y yo las odiaba.
Me dolía el brazo derecho, notaba un hormigueó que me iba desde mano hasta el pectoral. Era un dolor agudo, pero por desgracia, después de tanto rato remando, ya comenzaba a ser algo habitual pero no por ello menos molesto. Con los ojos entrecerrados a causa de la lluvia distinguí las siluetas de la vegetación de la jungla que cada vez se metía más tierra adentro. Otro rayo iluminó la noche el tiempo suficiente para ver de nuevo la playa. Apenas quedaban quince o veinte metros.
-¡Tierra a la vista!- vociferó Van Dijke. La muchacha estaba en la proa del bote, junto a la luz.
A todos se nos iluminó la cara.

La orilla estaba limpia. No había rastro de aquellos bichos. La playa hacía forma de U, rodeada por espigadas formaciones rocosas y la frondosa jungla. En el horizonte, se dibujaban las formas montañosas de la isla. Levantamos a Joao con cuidado y lo sentamos en la arena, cerca de un árbol donde apoyar la espalda.
-Tiene fiebre- informó Julia, tocando la frente del herido-. Tenemos que secarlo o empeorará.
El cielo se volvió a iluminar, momentos más tarde otro trueno estalló.
-¿Cómo?- pregunté-. Estamos todos mojados-. Me fijé en el vendaje del tobillo. Seguía rezumando sangre. La mujer quitó las gasas, apretó de nuevo el cinturón por encima de del bocado y, arrancó la manga raída de su camiseta para envolver la herida. El tipo gimió de dolor.
-Lo siento- Julia se limpió la nariz con el reverso de la mano-. Esto es todo lo que puedo hacer hasta ahora.
-Ya has hecho mucho- le dije.
Manuel se acercó a su mujer y la abrazó.
-Lo estas haciendo muy bien, no te preocupes. El muchacho se recuperará.
Giré la cabeza y vi a Volkov y a Bastian atando la cuerda del bote a un árbol. El transporte se mecía con brusquedad sobre la mar espumosa.