martes, 27 de julio de 2010

XXVII. Al caer la noche

Manuel volvió la vista atrás e hizo unas señas dirección a la gruta. Para mi sorpresa, Julia, la mujer de Manuel, mi vecino ruso en el crucero, Vólkov, y una docena de supervivientes salieron a la luz. Estaban algo pálidos, pero parecían estar enteros.
-¿Cómo estáis?- pregunté exaltado- ¿Qué demonios ha pasado aquí?
-Nos atacaron- respondió Manuel, que esperaba a su esposa- Ha ocurrido esta madrugada-. Contempló los botes dispersados por la playa y volvió la vista a mis ojos. El hombre parecía estar fuera de sí, sin dar crédito a lo ocurrido.
-¿Os atacaron?- repetí incrédulo-. ¿Quién?-. Por momentos me sentí como un policía en un interrogatorio.
-No lo sé- respondió Manuel, que besó a su mujer en la frente cuando nos alcanzó. El resto de supervivientes se acercaron a nosotros-. Ellos tampoco saben gran cosa.
-Estaba oscuro- dijo Julia-. Pero escuchábamos quejidos y gruñidos. Como si fuera una manada de lobos o ves a saber qué.
-No tocaron la comida- objetó Manuel.
-Se los llevaron a todos- intervino Vólkov-. Escuché gritos, gruñidos y golpes, muchos golpes, y salí corriendo. No se veía nada.
-Ahora entiendo tu cara manchada de sangre y la ropa- dije entre risa. El tipo debió pegarse un buen golpe.
-Debemos volver- interrumpió Joao, señalando al sol-. Está oscureciendo.
La luna ya había subido a su trono al tiempo que el sol se escondía tras las montañas. Había llegado la hora de volver al campamento base.

-No os separéis- dijo Bastian, a la cabeza del grupo, que se adentraba en el bosque. Una antorcha artesanal hacia las veces de faro para el resto de supervivientes. Miré hacía atrás y encontré la segunda antorcha a manos de Joao. Su fuego cerraba el equipo.
-Como no vaya con cuidado, Bastian quemará media isla- le dije a Iñaki.
-Si eso sirve para que nos vengan a buscar, cuenta conmigo. Seré el mejor pirómano del mundo.
-Pues lo tendré
-¡Callad!- ordenó Andrés, que estaba detrás de nosotros-. ¿Habéis escuchado eso?
Afiné el oído pero únicamente percibí el murmullo del agua, el cantar de los grillos y los crujidos de nuestros pasos. En pocas palabras, los mismos sonidos desde que empezamos a caminar hará una hora atrás.
-¿Oyes algo?- susurré a Iñaki. Éste negó con la cabeza.
-Echo de menos no tener una linterna a mano- gruñó Andrés-. Juraría que he escuchado unos gruñidos no muy lejos de aquí.
-La cabeza nos traiciona- respondí a mi compañero-. Cuando era pequeño tenía miedo a la oscuridad, así que siempre dormía con la luz del pasillo encendida. Miraba las sombras dibujadas en mi habitación y siempre encontraba alguna silueta humana, o creía escuchar ruidos raros.
-Tu estabas idiota perdido- observó Andrés.
-Gilipollas.
-Venga tío, no te enfades, era sólo una broma.
-Que te jodan- respondí cortante.
Caminamos en silencio desde el intercambio de palabras. No iba a consentir que un tipo que apenas conocía me insultara y se quedara tan pancho. Me sentó mal. La educación y el respeto ya no son lo que era. Habían perdido terreno delante de otras características típicas de la juventud actual como la fiesta, la irresponsabilidad y la completa pasividad.
Decidí no malgastar más mi tiempo pensando en esta gentuza vestida con tres tallas menos de ropa y me centré en la larga caminata. Caminar a oscuras por el bosque era toda una lección de habilidad. Un tropezón y te habrías la cabeza en dos. Fue entonces cuando, mirando el suelo en busca de un lugar seguro para poner el pie escuché un gruñido. Luego otro, y otro.
-¿Lo escucháis?- pregunté entre susurros.
-Alto y claro- respondieron mis compañeros.
Nervioso, eché mano de la mochila y busqué la pistola de bengalas. Cuando la cogí sentí un extraño placer y una falsa sensación de seguridad. Me llevé el artilugio a la cintura y seguí caminando con los ojos mirando hacia todas partes.
De nuevo los gruñidos. Un gruñido más intenso, otro más flojo, ahora un quejido.
-¡Vienen a buscarnos!- gritó Manuel-. ¡Ya están aquí!
Se me erizaron los pelos de la nuca y mi corazón se disparó. Presioné la pistola contra mi pecho y busqué en la oscuridad cualquier forma extraña.
-No hay nada- dijo Iñaki-. No te preocupes Manuel, de aquí no se va nadie.
-Son esos ruidos extraños, los que escuchamos a la madrugada. ¡Están aquí!
La fuerza de los gruñidos aumentó. Sonaban por todas partes. El viento se filtraba entre los árboles creando un silbido característico que a mi, personalmente, me ponía histérico. Escuché un intenso gruñido a escasos metros de mí. De pronto un olor putrefacto me golpeó la nariz y escuché los berridos de mi compañero de enfrente.
El grito de Cole apenas duró unos segundos antes de desaparecer en la oscuridad.
Levanté el brazo y tiré del gatillo. Una estela roja explotó en el cielo iluminando la zona. Un centenar de seres extraños nos había rodeado en mitad del bosque.