domingo, 4 de julio de 2010

XXIV. Sorpresa

Nunca antes había visto unos riscos tan grandes, seguramente sería el acantilado dónde desaparecieron los botes, pero lo que me sorprendió fue ver como había sido manipulado y camuflado por la vegetación. Aquello no era natural.
A unos diez metros de nosotros, no más, se alzaba un portón oxidado incrustado en la montaña. Dos pequeña ventanas cuadradas presidían la entrada. Encima, se intuían enormes ventanales rectangulares repartidos por todo el ancho del risco montañoso. Y aun más arriba, en la cima, había una diminuta terraza vallada, o eso me parecía. Todo ello, rodeado de árboles y largas briznas de hierbajos.
-Chicos- dije a los que se habían quedado atrás- venid y mirad esto.
-¿Qué es?- me preguntó Bastian, antes de dar un largo sobro a la cantimplora.
-Después de todo, la isla estará poblada, ¿no?

No había visto a mis compañeros tan conténtenos desde que embarcamos en el crucero. Contemplaban los riscos con una mezcla de ilusión, miedo y sorpresa. Aquello podía suponer que la isla estuviera habitada. Y todo sea dicho, comer caliente y dormir en una cama.
-¿Qué habrá dentro?- preguntó Van Dijke.
-Seguro que no será una oficina de correos- me susurró Andrés al oído. Solté una gran carcajada. Eso me hizo ganar algunas miradas asesinas dentro del grupo. Tosí repetidas veces y tiré del cuello de la camisa que en aquellos momentos me apretaba con ganas.
-Dejemos las preguntas a un lado- dijo Cole, encaminándose al portón-. Y entremos de una vez.

A cada paso que dábamos, la puerta se hacía más grande e imponente. Al llegar, comprobamos que definir aquello como portón era lo más apropiado. Parecía estar reforzada con acero, unas barras atravesaban en sentido horizontal la puerta y sobre ellas, una gran mirilla cuadrada, ahora poblada por una densa telaraña, daba la bienvenida a los supervivientes.
-Esto debe tener unos cuantos años- opiné. Me acerqué al portón, que estaba entreabierto e introduje el garrote que usaba como apoyo a lo largo del camino.
-Ten cuidado- me dijo Iñaki- como te pinches, se te va a caer la picha a trozos.
Estaba intentando hacer palanca cuando escuché a Iñaki. La fuerza se marchó con mis sonoras risotadas.
-Cabrón- farfullé. Volví a hacer palanca pero el garrote no aguantó la fuerza-. ¡No!-. Grité a la vez que veía una lluvia de astillas y el palo partiéndose en dos. Encima, el portón no se había movido ni un centímetro.
-Espera- Andrés se acercó y recogió varios garrotes de los árboles cercanos-. Contra más manos, mejor-. Dijo, mirando al resto de compañeros.
Carla, Andrés y Bastian se animaron.
-A la de tres, todos hacemos palanca- comentó Andrés-. ¿Listos? Uno…dos… ¡tres!
Entre los crujidos de los palos, chirridos de las oxidadas bisagras y nuestros gruñidos a causa del esfuerzo, el portón cedió lo suficiente como para poder pasar al interior de la formación rocosa.
-¡Estamos dentro!- grité entre jadeos.

El portón deba acceso a un pequeño pasillo rectangular cavado a conciencia con tres entradas sin puertas a otras salas. De paso, también vi a las arañas más grandes y peludas. Se me erizaron todos los pelos del cuerpo y no dudé en descargar un duro golpe contra los arácnidos.
-¡Dales caña!- me arengó Frings entre risas.
-Me dan asco- repuse- no puedo verlas y dejarlas tranquilas. Es lo que tiene la aracnofobia.
-No tienen culpa de nada, déjalas en paz. No estamos aquí para cazar bichos.
Vi como aquella cosa peluda se escurría por una grieta y desapareció de mi vista. Era tiempo de reanudar la excursión.
Los dos ventanales que habíamos visto al lado del portón daban a pequeñas habitaciones. Tan pequeñas que sólo dos personas cabían dentro. Mis compañeros pasaron de largo, pero yo me adentré en una de ellas. Pateé algo sin querer. Me agaché y recogí lo que parecía ser un casquillo de bala. Me lo guardé en el bolsillo. Al salir de la habitación me di de morros con una enorme mancha de sangre seca adherida a la pared. Me quedé helado.
-¿Chicos?- pregunté con voz temblorosa. Salí al pasillo y me acerqué a Iñaki para comentarle lo visto.
-Puede ser cualquier cosa- me dijo-. Las arañas te han trastornado.

Nos adentramos en el pasillo central pero la luz ya no llegaba hasta nosotros.
-Un momento- dijo Cole. Salió afuera y volvió varios minutos más tarde con una antorcha hecha con ramas, cuerdas, hojas secas y ves a saber qué más. Aun me extrañaba que aquello prendiera.
-Y se hizo la luz.
El halo de luz nos dejó ver cuatro pasillos más. Había unas escaleras cavadas hacía el piso superior, otras escaleras iban al piso inferior y los dos restantes se adentraban más y más en el acantilado.
-¿Y ahora?- pregunté.
Algunos compañeros sacaron sus mecheros para hacer un poco más de luz, los que no fumaban, como yo, sacamos los teléfonos móviles, pero sus luces eran bastante cutres.
-Arriba- dijo Cole. Tenía el poder del fuego y de la luz. Nosotros, poca cosa.
Subimos las maltrechas escaleras excavadas de cualquier forma y desgastadas por el paso de los años. La inclinación era considerable. Al llegar arriba, nos encontramos con una enorme sala repleta de luz proveniente de cuatro ventanales, cada uno en un punto cardinal.
-Uau- exclamó Cole-. ¡Este mirador es enorme!
-No estamos dentro de un mirador- interrumpí, al llegar a la sala-. Estamos en un bunker.