sábado, 13 de noviembre de 2010

XXXVII. La Casa

Héroe. ¿Cómo una palabra tan pequeña, de agradable sonido, pero pequeña, casi irrisoria, tiene un significado tan grande? ¿Es grande Per se o nosotros le hemos dado esa magnificación? ¿Qué consideramos por héroe? ¿Existen? ¿Llevan una etiqueta grapada en la espalda? ¿Y los villanos? Todos son etiquetas, y como tales, son subjetivas. Para mi, por ejemplo, mis padres son héroes. No han batallado en una guerra mundial, tampoco han salvado vidas ajenas o han rescatado a presos pero, han conseguido sacar a una familia adelante. Se han partido la espalda por llevar un plato a la mesa, por nuestros estudios y por intentar llevar una vida digna. Han hecho frente a los problemas que les ha planteado esta vida, los han sorteado como han podido y, con la cabeza bien alta, sobrevivíamos día tras día. Me gustaría que mis hijos me recordaran así, pero por desgracia, en estos momentos, esa etiqueta me viene demasiado grande.

-Lo tengo- gruñí sujetando los brazos helados de Joao. Estaba de puntillas, hundiéndome en el fango viscoso al tiempo que me dejaba caer sobre la alambrada, más estirado y tenso que un tanga en el trasero de una quinceañera para agarrar a aquél tipo inerte, con el torso contorsionado por encima de los alambras de espino aporreados y destensados por Volkov.
-El cabrón pesa como un muerto- Andrés, al otro lado de la verja, ayudaba a Bastian a pasar al herido por encima del cerco. La espalda del grandullón estaba apoyada en la alambrada y las piernas, que formaban un ángulo recto perfecto, como si estuviera sentado en una silla invisible, aguantaba el peso del alemán y del herido.
-Sí, ya tiene pinta de estarlo-bromeé. La intensa cortina de agua me obligaba a entrecerrar los ojos cuando resbalé y me caí en el barro-. ¡Joder!
-Lo de muerto lo decía por Bastian, y eso que los alemanes sólo comen salchichas-. Ironizó Andrés, jadeante-. ¿Ha pasado algo?
-Nada, nada- se apresuró a contestar Iñaki, dándome la mano. De una fuerte estirada me puse en pie-. Acabemos con esto de una vez, quiero ir a secarme y a comer como Dios manda.
Me sacudí los pantalones empapados con hastío, intenté quitar el barro de mi cara pero sólo conseguí espaciarlo más. No era mi día. Creo que no era el de nadie.
-Aguantad un poco más, ya queda poco- informó Bastian, que sujetaba a Joao por el cinturón-. ¿Lo tenéis bien cogido?- preguntó. Aquellos ojos azules cristalinos aparecieron por encima del pantalón tejano del herido.
-Suéltalo- dijimos.
El peso del hombre nos cogió por sorpresa, nos fallaron las muñecas y, cuando el cuerpo de Joao cruzó la alambrada, sus piernas vinieron hacia nosotros formando una grotesca U invertida. Noté como mis brazos iban hacía atrás sin poder poner resistencia justo cuando me dí cuenta de que era demasiado tarde para soltarlo y caí de espaldas junto a Iñaki. Joao cayó de morros.
-¡No hagáis tanto ruido!- Manuel nos abroncó con intensos susurros.
-Estamos… -tosí dos o tres veces a causa del golpe-. Estamos bien, gracias.
Manuel volteó a Joao por acto reflejo. Se sorprendió a notar tan caliente la cara del herido.
Me arrastré por el barro como una serpiente para dejar paso a Bastian, que descendió de la alambrada y se unió al grupo. Andrés hizo lo propio más tarde, demostrando que a pesar de su musculatura, aun era ágil y con cierta libertad de movimientos.
Estornudé repetidas veces, limpié la mucosidad que goteaba de la nariz con la mano en el preciso instante que la tierra retumbó bajo otro trueno amenazante. Instantes más tarde la noche se volvió día por segundos.
-Oh, no…- dijo alguien con voz queda. Rota-. Otra vez no-. Aquello no sonó espacialmente bien.
-¿Qué pasa?- preguntó Iñaki preocupado, levantándose del suelo.
-Hay cientos de ellos- Julia dio varios pasos atrás con los ojos abiertos como platos hasta que se topó con la alambrada. Se estremeció al sentirla fría tras su espalda-. Esto es una maldita pesadilla.
Desde el suelo giré el cuello en busca de un significado a sus reacciones. El haz de luz de Van Dijke era lo suficiente poderosa como para ver a una docena de aquellos caníbales acercándose a nosotros con pasos lentos y rígidos. Me puse en pie de un brinco. Tenía la garganta seca y no podía discernir entre el sudor frío o la helada lluvia.
-Les ha alarmado el ruido- informó Andrés, en voz baja. De nuevo se hacía el listo-. Hay que entrar en una casa-. Dicho esto, cogió a Joao- ¡Vamos, a prisa!
Viramos a la izquierda, sorteando a un pequeño numero de esos tipos extraños y dejamos atrás a un largo rebaño que, al ver nuestra reacción, gruñeron, alzaron los brazos inútilmente y partieron en nuestra búsqueda.
-¿A dónde vamos?- preguntó Van Dijke, moviendo la linterna de lado a lado.
-Entra… entramos en la primera… que veamos- respondió Volkov
-¿Esa?- Van Dijke alumbró una casa de dos pisos hecha de madera. Tenía un pórtico con tres escaleras ante la entrada.
-¡Cualquiera!- grité, cansado de la estúpida conversación.
Volkov y Van Dijke subieron las escaleras de piedra apresuradamente y se toparon de morros con la puerta.
-¡Maldita sea, esta cerrada!- maldijo Volkov, llevándose las manos a la cara.
Van Dijke ojeó rápidamente la puerta. Tenía tres ventanas centrales, rompió una de ellas con el codo.
-Aprisa, ya les escucho- dijo Iñaki, empujando a la gente escaleras arriba.
La muchacha holandesa introdujo el brazo en la pequeña ventana y palpó repetidas veces la puerta hasta dar con el pomo. Abrió la puerta.
-¡Están aquí!- Iñaki señaló las siluetas oscuras que habían a escasos metros cuando, de nuevo, otro rayo iluminó la zona. Y era cierto, estaban aquí, más cerca de lo imaginado.
-¡Puerta abierta, entrad!
Fue entonces cuando, presos del pánico, se formó un pequeño embudo que apenas duró unos segundos alrededor de la entrada.
-¡Vamos, vamos!- espoleé nervioso, sin apartar los ojos de aquellos bichos. Uno de ellos ya subía por las escaleras. Sin pensármelo dos voces, le solté una patada en la cara. El tipo cayó hacía atrás acompañado de un viscoso y repugnante chasquido.
-Diablos, entra de una jodida vez Luís-. Andrés me cogió del hombro y me metió en la casa de un fuerte tirón. Acabando por los suelos a la vez que cerraron la puerta.
-¿Estáis bien?- preguntó Andrés entre sofocos-. ¿Hay algún herido?- Entonces, una mano esquelética entró por el agujero de la ventanilla y agarró a Andrés de la camiseta.