domingo, 13 de junio de 2010

XIV. De perdidos a la mar

Tan rápido como el bote salvavidas tocó agua una luz de la barcaza se encendió automáticamente. Abajo seguían los llantos y gritos de los 150 pasajeros que ocupaban el transporte. Dicha capacidad era la máxima permitida según nos había informado un tal Olav, un noruego de la tripulación. Era el décimo bote que veía zarpar en la negrura de la noche.
-¡Vamos, a prisa!- gritaba Iñaki, ayudando a un hombre mayor a subir al transporte de emergencia.
-¡Completo!- informó Olav a sus superiores.
El bote se hizo a la mar y siguió la estela de sus predecesores.
El viento azotaba con fuerza y el oleaje hacía saltar, literalmente, a cada bote al pasar las crestas de las olas. Suerte que los transportes iban tapados sino los pasajeros estarían esparcidos por el océano pacífico.
-Ahora vosotros- Olav nos empujó hacía el transporte-. El bote tiene raciones de emergencia, agua potable, manuales de socorro y herramientas de señalización. No hay de qué preocuparse.
-¿Cómo qué no?- pregunté irritado. La última vez que escuché eso fue antes de que la panza del jodido crucero se rajara por la mitad-. ¿Dónde vamos?
-Seguid al resto y no os despeguéis del grupo.
-¡Estamos perdidos en mitad del puto mar!- grité, perdiendo los estribos.
-¡Métase en el bote y siga a los demás!
Estaba a punto de tirar por la borda a ese tío cuando Iñaki me cogió del hombro.
-Tranquilo, poniéndote así no arreglaras nada- hizo un gesto con la cabeza hacia el bote.
Suspiré resignado. Miré al tipo de la tripulación por última vez antes de meterme en la lata de sardinas. Esto iba de mal en peor.