lunes, 21 de junio de 2010

XIX. La vista en el horizonte

Cuando era pequeño siempre cruzaba el pasillo de casa de mis padres a toda prisa. Encendía la luz y corría como un desesperado hasta llegar a la otra punta donde estaba el lavabo. Siempre volvía la vista atrás y por suerte, nunca había nada.
Ahora no estaba en casa de mis padres, y tampoco en un pasillo. La mar estaba brava, el viento soplaba a favor y cuando miraba atrás veía la aleta de un jodido tiburón blanco husmeando su cena.

Lo que antes era un simple punto en el horizonte ahora era una formación rocosa repleta de vegetación. Miré atrás en busca del tiburón pero no encontré rastro alguno. Era extraño, el escualo había desaparecido por arte de magia a pocos metros de la isla. Quizá ya no estemos en aguas profundas.
-¡No somos su cena!- gritó Manuel lleno de euforia-. ¡No lo somos!-. Encendió otro cigarrillo y le dio uno a Iñaki, que ya había cogido la pistola de bengalas lista para abrir fuego contra el gran blanco.
-Mirad allí- señalé la isla que crecía ante nuestros ojos.
-¡Te dije que era una isla!- me recriminó orgulloso-. ¡Es nuestra salvación!
-¡Chicos, estamos salvados!- dijo dentro del bote. Era un mensaje perfecto para los que entendían el castellano pero no para el resto.
Se escucharon gritos de júbilo y aplausos dentro del bote. Luego alguien lo dijo en francés, ingles, italiano y no sé cuantos idiomas más. La explosión de alegría fue inmensa.
El bote siguió navegando hasta postrarse a los pies de la isla de arena blanca. El agua cristalina era pura y limpia. Las formaciones rocosas se veían a la perfección adornadas con algas y peces de todos los colores surcando la orilla.
-¡Al agua patos!- Iñaki no había perdido el tiempo y, con mochila en mano, se tiró al agua. No le llegaba más arriba de las rodillas y a por la expresión de su cara debía estar helada.
El bote se vació en cuestión de minutos. Una cadena humana desde la embarcación hasta la playa descargaba los víveres, suministros de agua y material sanitario.
Antes de saltar al agua busqué al resto de botes. El tiburón y la marea nos habían diseminado alrededor de la isla. Pude ver tres navíos desembarcado junto al nuestro y dos o tres más habían desaparecido tras un enorme acantilado repleto de frondosos árboles. Al ver eso me dí cuenta que aun no había mirado la isla.
No parecía ser gran cosa, por lo menos no comparado con Hawai, pero tenía pinta de tener todo tipo de terrenos. La extensa playa se perdía en medio de una selva poblada de rocas y altos hierbajos. Tras ellos se levantaba con lentitud lo que parecía ser una meseta. A la derecha, la playa moría con el enorme acantilado, y a mano izquierda, la orilla hacía una medía luna para perderse de vista tras un bosque.
Sin más preámbulos salté al agua y corrí hasta la arena. Me dejé caer al llegar a ella.
Después de un duro día pisaba tierra firme.