viernes, 11 de junio de 2010

XII. El retortijón metálico

Golpearon la puerta repetidas veces con brutalidad.
-¡Salid de los camarotes, vamos, salid!
Me cagué en el cabrón que me despertó con la típica broma de que nos vamos a pique. Decidí hacer oídos sordos, me di media vuelta y seguí durmiendo.
En cuestión de minutos se formó un gran alboroto en el pasillo: Gritos, pasos, golpes, llantos. Cansado del follón que había allí fuera decidí salir de la cama.
-¡¿Pero qué narices?!- grité al notar un agua helada en lugar de las zapatillas.
Asustado, encendí la lámpara de la mesita de noche. No me podía creer lo que estaba viendo. Me restregué los ojos con fuerza y los volví abrir. Nada había cambiado. ¡El camarote estaba inundado!
-¡Salid de los camarotes!- repitieron.
Esto no era un jodido simulacro. Me vestí con lo primero que cogí de la maleta y me dirigí a la puerta cuando un movimiento brusco me lanzó contra la pared, el televisor cayó al agua y la lámpara salió despedida. Apoyado en la puerta del baño, me palpé el labio, estaba repleto de sangre. Me lo había roto.
Fue entonces cuando sentí unas vibraciones extrañas, no eran temblores, sino los últimos retazos de un golpe subacuatico. Segundos más tarde escuché un retortijón metálico.
-¡A prisa, salid de los camarotes!- gritaron de nuevo.
Por fin pude abrir la puerta, el agua entró con rapidez en mi compartimento. El pasillo estaba abarrotado de gente corriendo arriba y abajo. Botellas de plástico y maletas flotaban sin rumbo a lo largo de la larga estancia.
-¡Nos hundimos!- gritaban- ¡Nos hundimos!
Los niños lloraban en brazos de sus padres que buscaban con ahínco las escaleras para subir a la cubierta principal, lo más jóvenes salían de sus aposentos cargados con el equipaje y muchos otros seguían recogiendo sus objetos de valor antes de abandonar sus camarotes.
Sin asimilar lo que estaba pasando volví a mi alojamiento y metí en una bolsa mi documentación, una muda y un par de inhaladores. Salí de nuevo al pasillo y lo crucé tan rápido como me lo permitía el agua, que ya llegaba casi por las rodillas, tratando de no chocar con el resto de turistas. Éramos un banco de peces asustados intentando pasar por un embudo.