martes, 8 de junio de 2010

VIII. El último de la mesa

Apenas pasaban doce minutos de las nueve de la noche cuando llegué al restaurante de la cubierta número 4. No era obligatorio vestir de etiqueta. Aun así, me vestí con una camisa azul de manga corta, unos tejanos y me afeité la barba de cuatro días.
Al llegar al restaurante se acercó el maître. Era un tipo bajo, calvo, de pocas espaldas y vestido con un impecable conjunto de traje y corbata de color rojo. Sobre el brazo izquierdo reposaba un trapo blanco y en la mano derecha sujetaba una pequeña libreta.
-Buenas noches señor, ¿me permite la tarjeta de habitación?- preguntó, con un marcado acento francés.
Asentí al tiempo que entregaba la documentación. Ya la tenía preparada antes de entrar al restaurante.
El hombre verificó los datos y buscó en la libreta antes de levantar la vista y buscar mi mesa.
-Señor Reyes, sígame por favor.
El maître zigzagueó por entre el enjambre de mesas no sin parar un par de veces para charlar con algunos clientes que ya estaban cenando. Me gustó la actitud cercana del hombre, por lo menos intentaba hacerte sentir como en casa. Algo que siempre se valora.
El comedor era grande, muy grande. Del techo pendían bastas lámparas recargadas de adornos al estilo barroco con docenas de bombillas a su alrededor. Las gruesas columnas estaban recubiertas de mármol hasta mitad altura y el suelo blanco, brillaba como un diamante pulido. Las paredes estaban pintadas de un color beige, y las cortinas, blancas, estaban extendidas a lo largo de toda la sala.
Seguí al menudo guía hasta mi mesa en un viaje repleto de buenas olores que me abrieron el apetito.
-Mesa 87- dijo el maître-. Buen provecho.
-Gracias.
Era una mesa redonda para ocho personas. Siete de los comensales ya habían llegado, yo fui el último en hacerlo.
-Buenas noches- dije con cierta timidez, a causa de la tardanza.
-Buenas noches.
Aun no me había puesto la servilleta sobre las faldas que ya me habían traído el menú del día y preguntado por la bebida. Que agobio.
-De primer plato una ensalada de queso, de segundo un entrecot- entregué la carta al camarero.
-Soy Luís- intenté romper el hielo de la forma más sencilla.
-Encantado- respondió el hombre mayor que se sentaba a mi derecha- Yo soy Manuel, y ella es mi esposa, Julia-. La mujer esgrimió una sonrisa.
-Me llamo Laia- dijo una bella dama que se sentaba al lado de la pareja mayor.
-Yo, Andrés- el tipo me llamó especialmente la atención, parecía un doble de Vin Diesel. Musculoso, rapado al cero y con una gran nariz. Era una cabina telefónica con patas.
Al lado del musculitos se sentaban Carla y Zaida, una pareja de chicas de Ripollet. Me hizo especial ilusión conocer a alguien que venía del pueblo de al lado.
A mi izquierda, para cerrar el círculo, se sentaba un chico de Bilbao. Me encantaba el marcado acento del tipo, se llamaba Iñaki.

Aquellos fueron los primeros compañeros con los que hablé en el crucero. De ahora en adelante, cenaría con ellos todos los días. Siempre es agradable entablar amistades nuevas.