lunes, 7 de junio de 2010

VI. Vancouver

Para ser principios de agosto la temperatura era perfecta, incluso fresca. Apenas hacía tres horas que había aterrizado en el Aeropuerto Internacional de Vancouver y, quitado del maldito jetlag con sus 8 horas menos, la ciudad era un regalo para la vista. Entre grandes montañas nubladas se alzaban triunfantes rascacielos con diseños modernistas a ambos lados del río Fraser. El problema fue el poco tiempo para visitar la ciudad, pues a las 5 de la tarde debía estar en el puerto para empezar el crucero, no tuve más remedio que hacer cuatro fotos antes de ir raudo y veloz a una parada de taxis de un tamaño más que considerable.
Por primera vez me sentí como una presa. Todos los taxistas ponían a punto sus taxímetros y acechaban a las victimas apoyados en sus vehículos, listos para sacarte los ojos en un viaje de aquí a la esquina. Si llegan a caminar en círculos pasan por buitres gigantes.
Sin muchas opciones más, y con miedo de no llegar a tiempo, me dejé cazar por uno de ellos. Un hombre mayor de pelo largo canoso y de aspecto afable cogió mi maleta y la guardó en el maletero del coche. Se ajustó bien el chaleco alrededor de la panza y me preguntó el destino.
La sonrisa del conductor al oír mi respuesta me puso los pelos de punta. Entonces supe que el tipo iba a hacer el verano con mi viaje.