martes, 8 de junio de 2010

VII. El puerto

Preferí no pasar a euros la cantidad que marcaba el taxímetro. El taxista presionó un botón cuando escuché un chasquido en el maletero. Se había abierto. El hombre recogió mi equipaje al tiempo que yo le entregaba 60 dólares canadienses no sin antes pensar que habíamos pasado tres veces por la misma manzana.
Estiré del asa de la maleta y reanudé la marcha con el constante traqueteo de las ruedas siguiendo mis pasos. Crucé un laberinto de coches estacionados y llegué ante el hormiguero de turistas. Encontrar mi crucero iba a ser más difícil de lo que pensaba.
De puntillas, me llevé la mano sobre las cejas a modo de visera y busqué entre la muchedumbre a alguien uniformado que me facilitara mi destino. Era peor que buscar a Wally en cualquiera de sus libros. El dolor de pies fue considerable pero mereció la pena.

Tras pasar los controles pertinentes me acompañaron ante un crucero majestuoso sin desmerecer a los que habíamos pasado de largo. El navío era de color blanco, enorme. La proa, tan puntiaguda como una punta de flecha, se asomaba amenazante por encima de nosotros que no podíamos hacer otra cosa que asombrarnos ante el gigantesco crucero.
-Espere su turno- me comentó la joven guía. Por la vestimenta que portaba debía formar parte de la tripulación.
Haciendo cola para subir a bordo, me preguntaba una y otra vez cómo una cosa tan grande podía flotar sin problemas. Pensé en el Titanic. Luego me arrepentí de ello.